miércoles, 15 de julio de 2009

No habrá montaña más alta... (14)

…El nuevo día llegó al fin, aquél 15 de octubre del año del Señor de 1722 lucía un puro color otoñal de corte gris entre nubes que reflejaban tal tono sobre el tácito fluir de la corriente del río. El día corrió rápido entre cuentas, cálculos, reuniones, idas y venidas de los mercaderes entre cada alojamiento respectivo. La tarde para todos al fin llegó y las tres mujeres acordaron dejar con Francisca a Miguel y Daniel mientras María e Inés irían a ver al sacristán. No sabían qué nuevas les depararía su conversación, quizá Doña Isabel o como él la llamó, la hermana Piedad, aún estuviera viva a pesar de los años transcurridos, o qué fue lo que sucedió entre la separación de Juan Delgado y el devenir de tantos días hasta alcanzar los actuales. Caminaron en silencio, cada una con sus propios temores golpeando pensamientos como el puro pálpito del corazón sobre las sienes. Inés con la angustia del retorno a Beteta donde nada esperaba, tan sólo la marca de una promesa rota hecha a si misma que la dejaría marcada hasta el fin de sus días; por el otro lado estab María con el deseo ferviente de cumplir y volver a sentir a Juan Delgado a través de su hermano Agustín.


Llegaron al rio tras callejear entre el gentío de todo tipo de pelajes respirando el aire manchado por los olores propios de la brea que exhalaban las atarazanas a pleno rendimiento en la orilla opuesta de Triana y el que brotaba desde los desperdicios en diferentes grados de putrefacción de tantos navíos abarloado entre sí que esperaban carga hacía no se sabe que otros países o descargaban mercancía con la que justificar sus quillas ocultas al sol. El puente quedaba algo más arriba del punto en el que alcanzaron el rio y así encaminaron sus pasos hacía él. Agustín Delgado los esperaba apoyado sobre una roca de redondeadas formas desde la que observaba absorto el paso de carruajes y personas hacía Triana o Sevilla. Parecía imaginar las personas que sobre ella había hecho lo mismo quizá despidiendo a alguien o esperando que ese alguien retornase al fin tras una indefinible travesía a través de la mar y el tiempo que tantas veces lo mismo son.

- Buenas tardes tengáis vos, Don Agustín
- ¡Alabado sea Dios, habéis venido!
- ¿Por qué habríamos de faltar a nuestra cita después de tanto buscar por Doña Isabel?
- Tenéis razón, pero es que todo me resulta tan poco real todo esta situación que esta noche me cuestionaba si vuestra visita de ayer fue la simple resulta de un sueño creado por mi propia digestión, que últimamente profeso más de lo que debiera el pecado de la gula.
- Pues buena demostración de que somos reales es que nos permita descansar sobre la piedra y nos cuente como prometió acerca de Doña Isabel de Mallaina y Trujillo, que perdido un poco el juicio con la espera nos tiene desde que lo encontramos a vos el día de ayer.
- ¡Inés! Un poco de respeto al señor sacristán. Perdone vuestra merced a Doña Inés a la que a veces la pasión le hace perder las formas. Cuando desee puede relatarnos su historia que nosotras le escucharemos de a pie.

Una sonrisa torció las arrugas del viejo sacristán que sin pensarlo un solo instante les cedió el pétreo banco.

- No hay que disculparse por tal arrebato más si cuidarse de él que nada bueno trae cuando se le da patente para dominar el mar de la propia voluntad. Como les prometí les voy a contar en la medida que mis reflejos y memoria me traigan de nuevo al bueno de mi hermano Juan y a Isabel, verdaderas luces de esta por momentos oscura historia.



El silencio brotaba desde ambas mujeres levemente barnizado por el suave silbar del viento entre los aparejos navales y las voces y pasos de arrieros y sus carruajes sobre el puente de Barcas.


- No recuerdo bien las fechas de cuando las cosas comenzaron a marcar los destinos de estas dos almas, pero quizá estábamos en las navidades del año 1668. Aquella natividad la misa del Gallo para mí fue una más en la entonces aún mayor Catedral, pues bien mozo era y todo se hace mayor cuanto de más niño lo percibe uno. Pero mi hermano Juan, que me doblaba en la edad, a sus 20 años ya era un zagal de buen porte y mejor presencia. Nuestro padre, Don José Delgado era por aquél entonces escribano de la Casa de Contratación. Su trabajo en la lonja le había granjeado grandes amistades que aún no siendo él de raíces nobles muchos así le trataban por su honradez, lealtad y las múltiples veces que había ayudado a unos y otros cuando la plata no arribaba a tiempo desde las Indias. Así estábamos aquella santa velada la familia completa cuando apareció Doña Isabel del brazo de su viudo padre Don Francisco Mallaina, viejo almirante de escuadra que ejercía el magisterio de mareantes en el Colegio de San Telmo. Don Francisco era gran amigo de mi padre pues este le mantenía siempre al día de las nuevas de las flotas, algo que daba aire fresco a Don Francisco. A su vez Don Francisco ayudó a que mis dos hermanos mayores, Paulino y Fernando, llegaran a ser pilotos mayores en la Carrera de las Indias con grandes logros sobre el océano al principio, aunque este los devorase sin dejar señal en alguna entre las miles de leguas que hay entre España y las Indias. No hizo falta ni esfuerzo para que Juan cayera abatido por la presencia de Isabel, mujer casi niña de 16 años que en aquél momento no podría explicar ni su atuendo ni su porte, pero que andados los días aprovechando el uno y la otra de mi inocencia fuera indirecta escusa también para mi para poder verla. De otra forma difernete que la de mi hermano pero tampoco yo podría olvidar sus ojos de negro azabache cuando se agachaba para darme algún dulce, aún creo poder oler el extraño perfume tan penetrante que me tranquilizaba mientras sentía la mano temblorosa de mi hermano que sujetándome se hacía pasar por hombre derecho en apariencia.


Las campanas ya anunciaban las siete de aquella tarde de otoño mientras el sacristán continuaba su relato, las dos mujeres andaban fijas en su atención, perdidas cada una en sus propias ensoñaciones, la una imaginándose a ella en tal trance, la otra viendo los ojos de Juan tan vivos como cuando le relató sus vivencias leguas más al norte. Agustín Delgado proseguía.

- Varias semanas fueron pasando hasta que los pasos, las cofradías y todo su esplendor de dorados, velas, imágenes y fervor invadieron las calles de esta ciudad, algo que si no lo han vivido les recomiendo que hagan pues no hay en el orbe cristiano lugar donde se sienta el sacrificio de nuestro Señor de forma más intensa. A mi hermano y a Doña Isabel nada les detenía en su sofocante amor que trastocaba hasta las fechas de respeto y dolor. De tal manera las cosa fueron que entre el gentío silente que vivía el viernes santo ellos vivieron su propia resurrección. Las citas con precaución dieron paso a mas citas en la que esta se fue perdiendo y vuestras mercedes podrán imaginar lo que acabó por ocurrir. Alguien de lengua hecha para traer y llevar le fue con el fatal envío a Don Francisco que sin otro envite, pues primero y último fue su impulso, denunció a Juan que fue arrestado por los alguaciles quedando a disposición de la Audiencia de Sevilla en su Cárcel Real. Puedo recordar todavía la presencia en la calle a Don Francisco viendo marchar preso a Juan mientras mi padre lloraba de incomprensión a los pies del viejo almirante en demanda de clemencia sin saber el delito cometido.


Con un gesto el sacristán las invitó a caminar mientras el relato proseguía…

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me sumo a Inés y María como compañera con la misma inquietud de seguir la historia.

Anónimo dijo...

Se nota que hay más tiempo para publicar, eh?

Y cómo se agradece que nos regales con esto...