…El fogonazo sobre el pecho de aquél infeliz deslumbró mas en el ánimo que en la visión a los hombres del teniente Cefontes. Un primer barrigazo sobre las húmedas arenas de la playa siguió al grito de su comandante. Desde el bergantín nada se oyó por el viento del oeste, pero lo que se divisó fueron los destellos de los disparos iniciales de los pistolones de abordaje que comenzaron a descargar el plomo sobre lo que siendo sombras parecían los objetivos. La operación ya carecía de sentido y la orden estaba clara.
- ¡¡¡Todo el mundo hacia el esquife!!! ¡¡¡ Despacio y sin dar la espalda o me cagaré en la madre y los muertos de quien ose echar a correr antes de colgarlo de la verga del trinquete!!!
Como los viejos tercios, de manera ordenada, midiendo los disparos hasta terminarse los de cada pistolón fueron aguantando la distancia de sus enemigos con ganas de sangre. La pólvora dio paso al acero ya dentro de la mar que abrazaba sin distinción a moros y cristianos mientras los filos cortaban la oscuridad hasta detenerse sobre su mortal hermano en medio de pequeños destellos acordes con la dureza de cada golpe. Cerraban el grupo en la lucha por abordar el esquife el teniente De la Cuadra y Segisfredo junto a uno de los marineros mientras los otros cuatro hombres ya maniobraban este, aproandolo hacia mar abierto. La oscuridad no dejaba ver dos cuerpos agonizando a flote, tiñendo las aguas de su propia sangre.
- ¡Marinero, suba al esquife! ¡Vos teniente, cubra la derecha mientras nos quede fuerza! ¡¡¡Vamos, embarque ya, Gonzalez!!!
El marinero se giró y como pudo subió al esquife. Fue en ese momento en el que eran solo ellos dos para los que embestían sin piedad cuando las piernas del futuro Duque de Ribera fallaron al golpe de un sable de abordaje, cayendo sobre el agua donde su espada se perdió. El grito de triunfo del moro justo cuando el filo descargaba sobre la cabeza del teniente De la Cuadra fue apagado por el disparo del pistolón del teniente Cefontes que, cuando menos esperaba nadie, tal fogonazo permitió darle vida al que ya veía muerto. La sorpresa embutida sin calzador permitió asirle del brazo y antes de que los moros se recuperasen embarcaron en el esquife que como si de caza de ballenas en los mares cantábricos bogaba huyendo de la muerte segura que los esperaba a su popa.
La rabia en gritos se fue perdiendo conforme se acercaban al bergantín. Una vez a bordo las órdenes eran claras.
- ¡Segundo! ¡Proa a la punta de Mazalquivir!
Todo esto había ocurrido mientras los combates frente a Orán se mantenían en el juego del ratón y el gato contra las galeras del bey. Sabía Daniel que una caída en la fuerza del viento sería su perdición por lo que trataba a toda costa de mantenerse con la mar a su costado y las galeras entre la costa y ellos. Al fin, el navío del bey con sus 60 cañones aparentemente listos para el combate enfilaba su proa a la “Minerva”.
- El tiempo se nos acaba, Don José. ¡Donde mierda está el “Santa Olaya”! ¡Ya han pasado casi dos horas desde que empezó la operación!
- ¡Capitán! ¡Al norte del castillo! ¡Es el “Santa Olaya”!
En efecto, ya sin la luz del atardecer, dos salvas desde el bergantín dieron la señal de retirada. La operación había fracasado y quedaba volver al punto de reunión donde esperaban las galeras.
Tras el consejo en la “Minerva” la decisión estaba clara. El bergantín “Santa Olaya” debía de partir de forma inmediata a España para dar cuenta de la situación. Para ello, Daniel como comandante de la pequeña escuadra redactó un informe con la situación para ser entregada a las autoridades.
- Segisfredo. Sácale a ese bergantín los nudos que nunca dio como sea, pero lleva el aviso y tráete a Lezo si fuera necesario de los pulgares y con todos los cañones del rey.
- Así lo haré, mi comandante. Mañana si los vientos lo bendicen largaré el ferro frente a Alicante por mis muertos.
Con un abrazo largo y tenso se despidieron. Una hora después el espejo de popa del Santa Olaya se mostraba a la escuadra que quedaba allí con todo el trapo al que se pudiera aferrar al aparejo para engolfar asi todo ese viento bien fresco del este. La pequeña escuadra, ahora como verdadera fuerza conjunta, trataba de mantenerse lo más próxima al cerco argelino hasta la llegada de la fuerza de castigo que lo rompiese de manera segura y contundente.
Mientras, el “Santa Olaya” escorado a babor por el fuerte vendaval que parecía querer llevar en volandas el mensaje de socorro navegaba a un largo como en plena carrera por algún premio aun no inventado. El teniente Cefontes se mantenía firme al timón disfrutando con aquella forma de volar sobre la mar cuando esta se sabe dejar. Su segundo en aquellos momentos, encargo de Daniel para “descargar” en Alicante con seguros premios en Villa y Corte se acercó lento y en silencio hacia él.
- Buenos días tenga, capitán. ¿Da su permiso?
- Muy buenos son con este viento, teniente. Lo tiene sin pedirlo mientras sople así. Diga, le escucho.
- Mi teniente, quiero darle las gracias por salvarme la vida en la playa. Sin su respuesta ahora no estaría aquí con las promesas que la vida mantiene por solo estar vivo.
- Acepto vuestro agradecimiento, mas os conmino a no volver a hacerlo pues en un combate eso mismo vos lo hubiérais hecho por mí, que bajo la misma bandera somos uno y debemos serlo siempre si queremos seguir manteniendo el orgullo propio sin pedir ayudas de quienes bien sabrán cobrase después.
El futuro Duque de Ribera, quizá por lo vivido o por lo que pudo haber perdido se sentía en aquél momento cercano a quienes hasta ese instante no sentía mas que como quienes tenía obligado convivir hasta regresar al lugar donde su estirpe le tenía destinado su vivir.
- Mi capitán, permitidme deciros que no olvidaré esto en lo que nuestro Señor tenga a bien concederme aliento y fuerza para recordar. Cuando desembarque volveré a la corte donde desde luego lo contaré con vos en la historia como en verdad merecéis. No me vendrá mal esta aventura frente a las bravuconadas del Conde de Monleón quien no sabe lo que es la pólvora y plomo juntos pero desde luego parece que nuestro imperio se sustenta sobre su valor. Valiente adorno, petimetre de tres al cuarto.
El gesto de Segisfredo se tornó tal que si la santabárbara fuera a estallar en ese instante, aunque en realidad fuera la de su corazón.
- ¡¿Conocéis al conde Monleón?! ¿A Don Ramiro de Marchena?
- Si, es conocido de mi familia. No es santo de mi devoción. Creo que se casa este año con…
- ¡Maria Jesús!
Segisfredo no pudo contenerse y su corazón le traicionó…
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