sábado, 14 de marzo de 2009

Viejas Historias sobre Cuentos Reales (3)

…faltaban pocas horas para el final de la luz escasa que lograba fugarse tras el reino gris metálico que ocultaba un sol sin poder en aquellos momentos. El Gorbea comenzaba la maniobra de rescate antes de que la oscuridad se aliase con el temporal. Don Ramón decidió arriesgar a una parte de sus hombres para valorar la posibilidad de salvar el buque. Así en el bote de babor, al abrigo de los golpes que llegaban a la amura de estribor, una vez arriado embarcaron ocho marineros junto a Don Pedro. Alejandro se presentó voluntario al lado de Don Pedro y este no se atrevió a negarle el espontáneo impulso, como si una razón moral lo anulase frente a su mirada embarcando con los demás.

- Alejandro, irás de proel. Asegúrate de que el cabo que nos da la vida desde nuestro barco se mantiene limpio y sin problemas y caza el que arrojen desde el otro barco.
- Asó lo haré, Don Pedro.


Como el ratón de barco que ya era se acomodó a proa del bote, a un lado el bichero y al otro un remo más corto por lo que hiciera falta acometer. A una señal del oficial deshicieron las trincas que los unían al pescante en la cubierta principal y los ocho remos comenzaron su duro bregar contra viento y olas para devorar en el menor tiempo posible los menos de dos cables de separación entre ambos buques. Los trajes de agua no eran capaces de mantener a raya los miles de litros que bañaban a aquellos diez héroes que enfilaban el buque en peligro. Mientras bogaban, el viento no conseguía acallar los gritos de Don Pedro para marcar la boga y ser capaces de mantener cada ascenso sobre la loma de agua y sal para seguidamente caer sobre un tobogán que parecía morir en los infiernos abisales del océano.

El pánico es algo tan humano que es capaz de anular cualquier atisbo de tal adjetivo cuando reina sobre almas y mentes. A menos de medio cable de distancia los gritos de socorro se percibían sin ninguna moderación. Un cabo arrojado desde el “Fremont”, que ahora sí se podía leer desde una de sus amuras sirvió para abarloarse con cierta contención a su costado. Desde su cubierta los hombres comenzaban una frenética lucha por el abandono sin orden. Una explosión corta como el disparo de un revolver hizo girar las cabezas a todos los hombres hacía el puente, desde donde un hombre comenzó a gritar en alemán algo que parecía ser órdenes sobre lo que quedaba de lo que había sido su tripulación. Entre tanto Don Pedro, seguido de seis marineros subieron a bordo por una escala de gato. Mientras, Alejandro junto con los dos hombres que quedaban en el bote mantenían este a una distancia prudencial del costado del “Fremont” sin soltar con el bichero la conexión con este.

Don Pedro ofreció ayuda al capitán del Buque de nombre Gustav Imre a lo que este le comunico que las calderas habían reventado llevándose por delante a seis de sus hombres y no había posibilidades de poner en marcha la nave. Insistió Don Pedro en darle remolque, intentar salvar la nave y alcanzar el puerto más próximo cuando amainase el duro temporal. Nada servía al Capitán Imre. Le rogó que salvara a sus hombres y le dejara en su barco para descansar al fin con él. Don Pedro con un gesto de incomprensión y derrota mandó el mensaje al “Gorbea” para la recogida de los náufragos y el abandono del buque. Tras recibir la confirmación de la recepción del mensaje procedió a organizar la evacuación con el bote. Mientras se traspasó a la tripulación, el se dedicó a recoger los diarios de a bordo y se atrevió a bajar a la sala de máquinas por si quedase alguien malherido o con vida atrapado entre la maquinaria, el Capitán del “Fremont” una vez consciente de que sus hombres saldrían con vida por lo menos al otro buque se abandonó sobre el timón descubierto en el puente.

Casi dos horas fueron necesarias para trasladar a los hombres al “Gorbea” mientras, a bordo del Fremont los golpes de mar se cebaban sobre aquel moribundo dinosaurio de metal. Olas como manadas de lobos hambrientos y seguros de la pieza disfrutaban haciendo de su agonía un divertimento diabólico. Parecían tener conciencia, era como si hubieran olvidado al “Gorbea” que mantenía la amura de estribor sobre aquellas asesinas de agua y sal; un círculo de blanca espuma cerraba la huida del “Fremont”, las bordas se turnaban para rozar la superficie del agua en cada golpe como si en la siguiente fuera la quilla la que mostrase el resultado de aquella tortura con su dorsal al aire.


No encontró a nadie con vida entre los amasijos de acero y carbón. Con mucha dificultad subió hasta el puente donde un fantasma con el corazón aún humano se dejaba morir sobre la rueda de un timón que no viraría ya nunca más. Esta vez los golpes para darle vida y sacarle del encantamiento que surge de la derrota asumida y la espera del fin no lograron hacerle revivir. El bote había abarloado al “Fremont” por última vez y esta vez fue Alejandro, junto con dos marineros los que alcanzaron la cubierta en busca de Don Pedro. Éste los vio y de un potente silbido los trajo en volandas al puente donde despegaron al Capitán de su barco para llevarlo a salvo. En ese momento revivió, se aferró a la muerte como un loco que renuncia a la cura real. Don Pedro no lo dudó y de un golpe seco y certero le anuló el sentido para sacarlo de allí.

Esta vez la muerte, siempre cercana en los últimos días de navegación, la pudo percibir Alejandro en toda su extensión pero sin ser esta vez él mas candidato que el resto de sus compañeros. Pudo sentir algo que pocos hombres han hecho en toda una vida, sentir sus pasos sobre un suelo metálico que pronto dejaría de ser tal cosa para convertirse en la historia oculta y perdida de quienes sobre él contaron los días para llegar a casa, sobre los que escribieron cartas de amor cargadas de nostalgia por la separación consentida, sentir sus pisadas sobre un suelo en el que almas ilusionadas soñaron alguna vez con el ascenso a un rango mayor en su carrera, suelo metálico de un mundo que desaparecería devorado por la insaciable mar que paciente siempre espera que sus hijastros la alimenten.

Como un drakar funerario, Gustav Imre ocupaba el espacio central del bote tapado por dos trajes de agua. No hacía falta marcar la boga, los hombres lo hacían en silencio solo roto por las explosiones de la espuma sobre el bote en mil gotas de agua. Detrás quedaba el “Fremont” como un infante a punto de ser engullido por la incólume mar océana. Alejandro desde su pequeño castillo de proa observaba la pequeñez del orgullo humano frente a los elementos que forjan la vida de un plantea que en aquél instante percibía como verdadero ser vivo…

4 comentarios:

Anónimo dijo...

QUe pésimo sentimiento es la impotencia.
Hoy leí dos entregas, todo un lujo.

Besos, de nuevo.

Armida Leticia dijo...

Este blog es una joya, pasa al mio por un premio que tengo para ti.

Desde México.

Silvia_D dijo...

Genial, haces vivir la desesperación de esos hombres y su penuria.

Espero ver algún día tus relatos en un libro y además dedicado, niño.

Besos de mar en calma

Anónimo dijo...

Narrarás batallas épicas,
de tu mano tórridas arenas,
prisiones de piedra o del alma,
caballeros, héroes y villanos
vida cobran ante nos,
pero lo que te hace inimitable
voz pura, plena, enronquecida
de sal, sudor y dolor,
de plenitud y horizonte
moldeado el viento en tus manos…


el mar… siempre el mar.