El capitán del submarino con un gesto de rabia ordenó emerger la nave que hasta entonces agazapada esperaba al otro escualo de metal esperado avistar en aquel rumbo y dirección. Maldijo su suerte mientras se acordaba de la familia de quien a tal acción le había obligado. Fue deslastrar lo necesario para convertir el sumergible en verdadero buque, mezcla de obras vivas y muertas el que le devolvió a la vieja sentencia de la mar y sus vaivenes al capricho de los vientos y los lejanos temporales que tendían las olas sin cresta sobre su casco.
Sobre la torreta del imponente cilindro metálico de terroríficas entrañas nucleares el capitán y su segundo oteaban ansiosos en círculo hasta que un golpeteo al principio leve, pero cada vez mas machacón adelantado por los vientos que lo empopaban, direccionaron sus prismáticos sobre el Sea King en el que llegaba el extraño invitado. El capitán fiel a su carácter y con la confianza al ciento de su tripulación no tuvo más que dar dos escuetas órdenes entrelazadas con los gestos que compensaran el sordo rumor del viento y el metálico golpeteo del helicóptero.
Las cosas comenzaron a tornarse de gris a negras cuando un frente colmado de aparato eléctrico irrumpía como de la nada formada desde nubes lastradas por el viejo sol en aquellas latitudes traicionero y siempre tras algún escondite que escaso dejara el frío como verdad sobre su ausencia. El hombre, el loco que pretendía caer sobre el submarino logró despertar y superar el curioso deseo del por qué de su determinación sobre el por qué de la locura de tomar un baño a menos de 4ºC y casi 200 millas al sur de San Pedro y Miquelon.
El frente de negruras tan densas como las del mismo corazón del señor oscuro predecían con meridiana clarividencia que no iban a dejar que semejante trasbordo se lograse sin su permiso, el piloto del Sea King con la claridad de la supervivencia viró las palas de los rotores y cogiendo altura retomó el rumbo a su madriguera tan metálica y gris como la que sobre el agua le observaba. Nuestro hombre en un dechado mas de determinación y sin más encomienda que la de su propia convicción por cumplir lo iniciado desenganchó su cuerpo mortal de la llamada línea de vida que así se llamaba por conectarle con lo que más podía parecerse a su conservación.
Cada uno con su cuota de responsabilidad repleta de razones para mantenerse en sus respectivas obligaciones se alejaron entre sí. El piloto con su máquina voladora hacia el portaviones, nuestro hombre directo al abisal y proceloso mundo que no le daría más oportunidad que unos míseros minutos antes de matarlo. “¡Hombre al agua!” fue el grito de auxilio que vomitó con estruendo la garganta del capitán. En menos de esos minutos de angustia vital que corrían como galgos crueles sobre liebre sin posibilidad el hombre estaba a bordo del sumergible que ya comenzaba a girar con decisión la hélice y se perdería por alguna grieta entreabierta sobre el valle profundo de aquel temporal.
Daba igual lo que trajera ese hombre, informes, órdenes o mensajes confidenciales del Comando General, daba igual haber perdido el rastro del mortal enemigo hermano del mismo mar pues quien así se bate así merece que se le respete sin más.
Mientras Ramius, el excelso y admirado capitán, enemigo y rival, acechaba a pocos cables de aquel mismo mar. Pero es otra escena de otro de mis viejos héroes imaginarios
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