martes, 6 de abril de 2010

No habrá montaña mas alta... (59)


… - ¿quién sois?

Benigno sabedor de que no era quien a no permitir entrada en la celda, en cierto modo acogedora por su protección sobre el despreciable exterior desde el que podía sentir cómo las hordas del fracaso le mantenían sitiado con sus tropas en forma de leyes y costumbres, tan sólo pretendía conocer la identidad del que golpeaba la puerta por si debía mostrar algún tipo de actitud distinta a la que le pedía su ánimo.

- Soy Don Ramiro, tan sólo deseaba veros y compartir un poco de este tiempo cargado en aguas sin descanso si tenéis a bien la visita.

Benigno recibió la voz queda de Don Ramiro como flores en prenda tras lo vivido en los últimos días. Con leve sonrisa y temblorosa voz le invitó a pasar al interior de la celda. Pequeña era la estancia, un cubículo de tres por dos varas a las que, además de la puerta de madera entreverada en cortos barrotes oxidados, le acompañaba un pequeño ventanuco a la izquierda de esta por donde se podía percibir el golpear de la lluvia y el correr del lodazal producido por tanta agua sin freno. Sólo era posible sentirla, pues el minúsculo ventanuco estaba casi pegado al techo sin posibilidad de acceso al no haber mueble sobre el que apoyar las piernas. Un viejo jergón de paja rancia hacía de camastro sobre el que trataba de acomodar la osamenta el jesuita hasta su traslado a Santa Fe.

- Antes de nada, hermano Arriaga, permítame ofrecerle este cobertor que le aislará algo del suelo criminal sobre el que ha de descansar y mientras compartimos este pan con un buen pedazo de tocino que Don Arturo tuvo a bien entregarme para vos charlemos un poco de lo que a vuestra merced le preocupe o le antoje el ánimo. ¡Ah! Olvidaba que las penas dan mejor su cara con una frasca de vino que engrase su digesta al menos durante un tiempo.

Había pasado una noche desde que la comitiva con Don Arturo arribó a Magangue e hiciera éste entrega del jesuita al alguacil para ser custodiado hasta su partida con destino al palacio del gobernador de Santa Fe, donde su futuro sería decidido entre las manos del César y las de Dios encarnadas al fin en forma de Gobernador y de Santo Oficio respectivamente. Tan sólo su Orden, de poder cuasi divino hasta entonces incuestionable, aunque en abierta animadversión creciente desde la nueva dinastía podría interceder de alguna forma por Benigno, aunque no era él quien esperara nada más que la pura justicia de Dios en la que confiaba y sereno esperaba.
- En mal lugar han acabado vuestros hueso Don Benigno, que ya os lo decía yo; que vuestras ideas de justicia y verdad no son de calado al gusto de los ríos que por estos lares fluyen

- ¿Por qué han de ser malos estos lugares, Padre? Son tan humanos como la misma muerte a la que reverenciamos y la vida recién creada que siempre festejamos. Cada sitio es como el Ahora que nos demuestra la verdad de nuestra existencia.

- Pero como decís, este “ahora” no es el que desearía nadie de buen corazón para vos.

- Este Ahora es consecuencia de los hechos de uno en el Otrora precedente; como el castigo o el premio cuando al cielo nos llame el Señor será en justa correspondencia a lo realizado. Sé que la muerte solo es patrimonio de nuestro Señor el entregarla a quien su Omnipotencia estime necesaria. Sé que mortalmente he de penar por hacerme pasar por Él cuando solo soy un mortal, más si el Señor permitió la muerte de semejante criminal como el mayoral San Miguel aunque fuera mi mano la que sin pensar lo cometió, ¿acaso no fue el Señor quien lo decidió?

- ¡Pero padre, qué barbaridad os atrevéis a decir! ¡No sois ningún enviado del cielo, ningún arcángel vengador! Don Benigno, solo sois un humilde mortal atormentado por vuestra sensibilidad alzada a extremos inabarcables por la vida que nos toca soportar.

- Bien decís lo que sentís, y bien que asumo la pena que la ley de nuestro Rey y la que dicte nuestro Señor se cebe contra mi pues es mi alma la que está en calma y será un cuerpo interte el soporte un castigo que acepto con desgana, pues solo deseo ver en la vida venidera lo que en este verdadero valle de lágrimas solo atisbo a soñar entreverado  por  la sempiterna esclavitud, opresión, explotación y muerte sobre la piel del que siempre aporta el primero su textura, que como vos bien conocéis es la del débil, la del pobre, del indígena, la del que no sabe…

Benigno Arriaga no pudo continuar pues la tensión y la presión por lo vivido, por el sufrimiento compartido entre las gentes, por la lucha contra lo establecido incluso entre sus hermanos de congregación allá en el Paraná lo doblegaron rompiendo a llorar entre los brazos de paternal Don Ramiro, que trataba de seguir valiendo a quien a su lado se aferrara cual madero en cruz a flote sobre la procelosas aguas de la realidad del siglo en que vivían.

- Vamos, vamos Benigno. No os aflijáis más. Estoy seguro que vuestra orden tendrá a bien no dejaros solo ante tal adversidad y con su cristiana vocación os dará la oportunidad que merecéis. Ahora descansad, que por lo que observo no creo que acudan a vuestro traslado desde Santa Fe  hasta que estas lluvias que el Señor sabrá por qué las envía marchen a otro lugar y creo que eso será por lo menos una semana más entre estas paredes. Y sabed que el tiempo que fuera el que nos maltrate, aquí nos tendremos ambos para conversar al lado de una hogaza de buen pan, tocino y alguna frasca que con la debida dádiva al alguacil creo que podremos disfrutar.

Don Ramiro al ver la calma tras la explosión de tensión contenida del jesuita se incorporó para llamar al alguacil y salir de la celda, mientras  golpeaba la tosca puerta el jesuita se recuperó

- Don Ramiro, ha de prometerme una cosa como sagrado.

- Decidme Benigno que si en mi mano está, lo cumpliré

- Aseguraos de que Don Arturo de las Heras cumple con su palabra y libera en el menor tiempo posible a los que ahora figuran como esclavos suyos, o todo esto, incluidas la muertes no habrán servido de nada.

Don Ramiro sabía que debía hacerlo aunque también conocía a Beltrán de Garralda y su justa fama de negrero traída desde leguas al sur.

- Descuidad Don Arturo es un hombre de palabra y yo me encargaré de que eso no se trunque.

El alguacil acudió a su llamada y con un golpe seco retiró la tranca que bloqueaba la puerta sobre la celda. Se despidieron hasta el siguiente día, Don Ramiro pensativo encaminaba sus pasos hacia su iglesia mientras el jesuita se sentaba sobre el jergón mientras acariciaba el cobertor de don Ramiro con la mirada perdida entre sus hilos…



Esta humilde entrega  dedicola entera para vos,  Señora del Rayo. Luz que os muestre el Ahora, verdadera  razón  de la existencia sin más.

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