lunes, 23 de agosto de 2010

No habrá montaña mas alta...(82)



…No hacía falta distinguir quién pedía permiso para acceder al castillo de popa. Su  fino talle en la silueta y sobre todo la voz que trataba de camuflar tras el paño  con la excusa de protección frente al frío, determinaba a las claras que su mejor pesadilla empezaba a tomar forma.

- ¡Mª Jesús! Permiso concedido, mas deberíais retornar a vuestra cámara. La noche es fría y podéis enfermar…

- Ya estoy enferma, creo que es algo ya sin cura, aunque creo conocer el remedio que alivie este mal por muchos pasado y por nadie curado cuando como poción se introduce en la sangre.

Segisfredo no estaba seguro de qué hacer ante aquella certeza más clara que la predicción de un cambio repentino de viento anunciando temporal; tenía claro el pronóstico de aquella situación y  quedaba capear o irse a pique con ella. Algo que en nada le iba a beneficiar, algo de lo que ya era consciente y sin embargo la emoción mezcla de miedo y triunfo se colaba por entre sus costillas como lluvia de acero fundido derritiendo todo lo que tocaba.

- ¡Mantenga el rumbo, timonel!

Mientras la orden se aplicaba Segisfredo y Mª Jesús ganaron los escasos pasos que separaban la balconada del timón mas a proa. Así bajo la visión de una estela leve pero continua y algún destello tratando de colarse entre las nubes que jalonaban aquella noche de invierno mediterránea quedaron con la mirada perdida en sus aguas. El fanal de popa sobre sus cabezas parecía menguar en su brillo como deseando no perturbar el instante.

- Mª Jesús, os agradezco vuestra visita, no sabéis en que medida, pero vuestro padre, Don Antonio, estallará en su ánimo por sentirse de nuevo ofendido.

- Dejad a mi padre, que bien duerme ya sea a bordo de vuestro barco, en carruaje a plena carrera o en sus aposentos tras una buena comida bien regada de vino. No temáis por su ánimo, además mi hermana Elvira estará atenta a cualquier cosa que pudiera suceder. Vengo a veros pues deseo hablaros con la sinceridad de alguien que quizá por locura necesita hacerlo.

El “Santa Rosa” seguía con su andar sosegado, podríamos imaginar a su ánimo de vuelta encontrada con los ánimos agitados de Segisfredo que no daba crédito a lo que adivinaba que pudiera suceder. El sueño deseado por nunca esperado iba a ser cumplido.

- Os estaba diciendo que mi mal es ya incurable, que mi remedio solo sois vos pues sois vos mismo la causa del mismo. Os vi, os sentí y os amé desde aquél instante. Mi hermana a quien respeto pero nunca comprendí por sus tiempos gastados entre letras y obras de hombres que nunca conoció, me relataba viejas historias, caballeros y amores por los que morir mientras perdían la conciencia. Cuentos que me divertían pero que nunca creí poder vivir en mi propia vida. ¿Quién podría pensar que una mirada fuera suficiente para encadenar un pensamiento? Vos lo habéis logrado.

Aún recordaba Segisfredo lo último que le espetó su comandante al retirarse mientras lo miraba con ojos de amigo. lector como Elvira le recordó esa vieja sentencia de Don Francisco de Quevedo que dictaba “Una sola piedra puede desmoronar un edificio”. El edificio en verdad se desmoronó sin lugar a andamiaje que un buen libro de fábrica permitiese reconstruir.

- Mª Jesús, me convertís en el hombre mas afortunado que surque mar alguno. Creí percibir tal cosa al conoceros, pero la separación, lo sucedido y los consejos de un buen amigo me demostraron que tal cosa no era posible. Ahora se que argumentos y lógica nada tiene con el sentir. He conocido a otras mujeres que me han demostrado lo que es el lujo de sentirse amado, pero nada tiene tal grandeza como el de amar y recibir tal sentimiento de la persona amada.

Quizá fuera un segundo, pero no lo sabrían nunca, el silencio cubrió la noche con su manto de verdad mientras los labios abrían sus puertas al desconocido tacto de la felicidad compartida. El sello lacrado de la unión había cerrado aquellos corazones para sí, que también  nuestro gran Quevedo dijo que el amor es fe y no ciencia, y me permito añadir humildemente que es capaz de vencer a todo, incluso a la propia conciencia.

Picó el grumete como bien mandaba la ordenanza mientras las confidencias, los ardores contenidos, los miedos consecuentes a su nueva situación los hacían apretarse entre sus brazos, disimular ante la guardia, llorar de emoción liberando la tensión, todo sin orden, con pasión pura aunque contenida. Amor en estado puro, sensación que después de vivida no hay otra que se encuentre y sea de igual rango y altura.


Las dos de la mañana picaba el grumete cuando ella se despidió del segundo oficial con el brillo en los ojos mientras él trataba de recuperar el control de la guardia. Otra mirada esperaba, diferente, a la que enfrentar la situación. Con el alba en ciernes, Daniel Fueyo se haría de nuevo con el bergantín y sería difícil encontrar palabras serenas tras aquella cascada de sensaciones…



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