martes, 17 de febrero de 2009

Entre Alarcos y Las Navas (41)

…16 de febrero de 1200, hacía ya doce días que Toledo les había  franqueado  la puerta de Bab-Sagre, dintel que  hasta aquél inmenso momento en el que lo cruzaban Tello y Zahía había contemplado los pasos del gran Tariq ibn Ziyad   ebrio de victoria aun con la sal del estrecho entre sus manos y un imperio por agrandar, se había sonrojado con los  lamentos  eternos del rey taifa  abandonado a su suerte por Don Alfonso, el VI, quien  recuperó la  ciudad para la  cristiana  religión. Una ciudad donde aún los vencedores vense como mozárabes y los propios perdedores como viejos muladíes  en una ciudad donde la libertad  de adorar a cada dios aún  lucha por subsistir.

No le costó mucho esfuerzo a Don Tello Pérez de Carrión  alcanzar la alcazaba del  arzobispo y  postrar rodilla en tierra frente al  representante de su señor, el rey de Castilla. Tras pasar varios días en los que  Tello transmitió toda la información que había ido grabando en sus retinas sobre  la situación  y el poder militar de los almohades,  obtuvo del Arzobispo el permiso para partir escoltado por  hombres de su entera confianza  hacia Ávila donde lo esperaba Don Alfonso.  Quiso saber de su mentor, protector, a quien su padre había confiado su vida; Don Diego López de Haro, señor de Vizcaya. La respuesta hosca y sin ningún  dato le hizo temer por su segundo padre.

Cabalgaba aquella mañana de duro invierno castellano  al lado de su amada Zahía. Desde que entraron en Toledo habían añadido el nombre de María y disfrazado su ser de mozárabe, nieta de un cristiano  bravo de los que defendieron cincuenta años atrás la Almería del Emperador hasta morir  por el impulso mortal de una saeta almorávide. Aquella excusa, aquella mentira arrojada como un leño más a la hoguera natural de la hipocresía humana,  cumplió su cometido aceptando  su presencia como protegida  de Tello y futura prometida de este tras la necesaria  venia de Don Alfonso.

 

Ávila esperaba   la mañana siguiente. Decidieron descansar en la  pequeña aldea de Navahondilla a unas seis leguas de Ávila. Los nervios, aunque ya templados por la  recuperada escala social de Tello no dejaban de  brotar a cada instante, y es que  iba a reencontrase con el rey después de casi dos años  desde que se atrevió a  truncar los proyectos sobre él como caballero en franca  progresión bajo la capa  de  un rey y su alférez. Las dudas atenazaban los pensamientos de Tello. Una vez establecida la guardia por la corta caballería que los  guardaban como verdaderos protegidos reales solo quedaba descansar  bajo las telas de las tiendas montadas para ello. Tello no podía conciliar el sueño y se mantenía en  el extremo del suave otero que dominaba la vista sobre el pueblo. La moribunda luz de una luna en cuarto creciente  trababa insignificantes reflejos sobre los tejados  de paja intercalados entre unos pocos  de teja, que dibujaban la  silueta de un  grupo humano silente y temeroso de una algara inesperada que destruyese sus sueños de vivir; sueños en su mayoría agotados  al nacer en este mundo violento e injusto por feudal y ciego.

-          Tello, vuelve al cobijo de la tienda o este hielo te matará. No quiero que nazca nuestro hijo huérfano porque su padre   creyó ser más poderoso que los señores del viento y la lluvia.

-          No te apures, Zahía. En un rato volveré   a tu lado a descansar.

Ella, sin aceptar tal  respuesta de compromiso fue hacia él.

-          Tello, no has de preocuparte. El arzobispo nos ha colmando de atenciones, si hubiera castigo esperando al otro lado de las murallas de Ávila no  habría escolta para nosotros, más bien  un par de grilletes sobre nuestros cuellos harían de escolta en las mazmorras del Arzobispo asegurandose así que a la llegada de Don Alfonso su justicia se haría ejecutar. Don Martín López de Pisuerga, orgullosos arzobispo de Toledo  te ha correspondido como caballero y  apreciado como brazo necesario en la eterna lucha sin   final posible  entre  cristianos y musulmanes.

-          Supongo que tienes razón, pero hay algo que me preocupa y es mi tutor Don Diego. No  quiso darme nuevas de él Don Martín y tal cosa me  inquieta.

-          Déjalo ya, Tello. Lo que  habrá de ser, mañana lo sabremos. Ahora descansa, disponemos de viandas, protección y una buena  tienda donde tomar respiro a tanta  dureza  vivida.

Con una caricia  oculta bajo la suave oscuridad  condujo los pasos de Tello  hacia la tienda donde al menos descansaría de cuerpo, pues la mente parecía que   mantenía  una dura batalla  entre ejércitos  de razones y miedos propios de   un ser humano.

La mañana alcanzó en tiempo y hora  y  antes de que cualquier rayo de un tímido sol  invernal quisiese acariciar las grupas de las cabalgaduras, la pequeña escolta ya marcaba el paso al trote  hacía la ciudad  amurallada por excelencia. Seis leguas aguardaban  antes de  cerrar el círculo abierto  por Tello ante su rey. Un cierre  en el que Don Alfonso recuperaba un caballero en toda regla, un brazo para sus planes futuros ante el  reino almohade, pero también un hombre  con  su mente  abarrotada por las dudas que  generan el estudio y el conocimiento. Un hombre apasionado y atormentado por el descubrimiento de lo relativo, de las infinitas verdades  alojadas en las infinitas mentes vivas que  puedan existir.


Comenzaba a nevar pasada la hora sexta cuando  la entrada a la ciudad  aparecía clara en la corta distancia. Al lado de las enormes puertas, recias torres como pechos  soberbios  de un ejército inmóvil pero invencible los observaban en silencio.  El pendón de Castilla ondeaba orgulloso a la entrada, Don Alfonso espera a uno de sus hijos  perdidos entre sillares  de dura roca castellana.

En esta ocasión no  fue necesario  alcanzar el palacio del tenente y alcaide de la ciudad donde se alojaba Don Alfonso. Avisado por dos soldados que adelantaron la marcha,  el rey acudió presto a recibirlo. En la plaza aledaña a la catedral creciente de la ciudad el rey con su séquito esperaba a Tello. Frente a frente, Tello descabalgó y junto a su caballo caminó lento y digno hasta postrar su rodilla en tierra a la vez que  apoyaba el filo de su espada en el suelo en señal de  sumisión a su señor.

-          Levantaos Don Tello, sed bienvenido a Castilla… 

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