sábado, 27 de septiembre de 2008

Hernán, el explorador y los sueños

Una noche de esas en las que el sueño real se negaba a establecerse entre las pupilas y los pensamientos de los que, en ese momento, mirábamos al techo que suponíamos estaba tras la oscuridad y nuestra cama, comencé un cuento que decía algo como esto,

Un explorador algo aburrido, aunque hombre de aspecto audaz, con su salacot que según nos contó, robó a un jefe de tribu allá en las hispanas Filipinas, descubrió que la razón de su aburrimiento en los últimos cien años había sido no hacer caso a su abuelo cuando le contaba que la mejor forma de explorar era siempre la de perderse; así que decidió hacerlo.




Para ello encaminó sus pasos a un bosque enano repleto de setas gigantes, donde le había contado algún hada de aspecto femenino, que se le apareció mientras sesteaba una enorme fabada asturiana, que existía un claro conocido como el “luminoso claro de las seis lunas”. Allí, frente a la orilla del falso mar blanco de hielo ardiente debía descubrir no sabía el qué.

No sabía, pues, lo que buscaba nuestro explorador, cosa realmente importante y machaconamente remarcada en los habituales cursos de “logro de sueños” impartidos por el eminente Capitán Barbosa.

Fue un golpe de suerte, o quizá de muerte cuando la roca que de lo alto de una loma se desprendió lo dejó inconsciente. Su propia consciencia tantas veces soberbia de su conocimiento de lo real y otras inexistente por nadie sabe que motivos, se dio por aludida con el golpe y comenzó a flotar a su alrededor descubriendo que había cambiado de personalidad. Era Hernán, el gran Hernán de Cimavilla, pequeño humano que mantenía aquellos ojos sin descanso, iluminando el claro por encima de las seis lunas.

Fue entonces cuando el explorador descubrió lo que siempre había sospechado, sus incontables andanzas no habían sido sino representaciones reales para lograr el sueño de un niño en el momento de alcanzar ser uno, él y el niño. Con algo de dolor, amargo primero pero con enorme ternura después, tomó una decisión; de cabeza y a pecho descubierto tomó la forma de Hernán liberándose del cuento que descubrió le habían preparado y adoptó la figura de éste hasta imbuirse por completo en él.

Juntos fueron abriéndose paso entre aquel frondoso y enorme bosque de setas hasta desaparecer entre la enorme luz que significa unir los sueños reales de un cuento, con la imaginaria realidad de una vida que es capaz de vivirlos.

Así trascurrió esta historia de Hernán, el explorador y los sueños.
P.C.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Zurich - Solothurn

Almas metálicas que a sus hijos encadenados arrastran.
Rostros desconocidos anunciando historias distintas en cada mirar
mientras un zumbido eléctrico con ánima de acero los acompaña en su andar.

Pequeñas olas humanas que sin pausa cansinas se desplazan
sobre andenes semejando mares de cemento que serenos las acompañan.
Cofres sobre ruedas abandonadas a un dueño de vida normal,
cuya mano tozuda aferra su interno tesoro con el mimo guardado
quizá por manos de suave tacto que nunca dejaron su ser maternal.




El suave andar alejado de ruidosos reactores
que soberbios dejan su tiempo siempre atrás,
acompañan a esta mano a sentir la verdad del viaje


sin percibir la prisa traidora, agazapada y real.


El sol nos mira desde su pausada retirada
manteniendo la eterna sonrisa reluciente,
reflejada en el enorme ventanal, alumbrando esta,
hasta hace un momento, olvidada manera de viajar.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Mi Reino

De la cuaderna maestra, donde la vida se soporta, donde el vivir o morir queda para siempre marcado por el sumo hacedor, aquel carpintero de ribera que me hizo mas al sur de mi reino, lugar desde donde decidió despedirse mar adentro cuando me construyó. De tal cuaderna fluyó el alma, desembarcó tomando la forma de humano cuerpo con el que recorrer mis dominios.

Ningún ruido hacían aquellos invisibles pasos sobre la senda empedrada que separaba un lago de mar salada del propio mar. Aún así, aves, peces, árboles se giraban para postrar sus diversos cuerpos ante su Señor, al fin llegado de su diáspora irredenta por sentirse suya cuando nunca lo debió haber sido.

Lentamente siguió sus pasos que abrían como parto bíblico el camino de las vidas de quienes aún quedaban por llegar. Las huellas, imborrables por invisibles, quedaban sembradas de rudo césped ya eterno en su incipiente brotar, los pinos volvían a saber lo que es dar sombra pues alguien se acodaba a su corteza. El alma, su majestad, continuaba su andar. Al final de aquella senda, cuando su pendiente se inclinase tal que sólo quién de verdad lo deseara pudiera continuar, podría como majestad observar desde mi propia atalaya la verdad de quienes osaran a mis islas acercar.
Islas Escindidas, cinco pequeños fragmentos de tierra que rodean al mar de la incomprensión. Un mar que defiende con ardor a quién se niegue a ser perfecto en el mundo de los que creen que la perfección esta fuera de él. Unas islas en las que solo perdiéndose uno las logrará encontrar; unas Islas en las que sólo olvidando las conveniencias sociales, como la falsedad del domingo en el Oficio de turno, cuando su silueta comenzará uno a sentir a pesar de la molesta niebla ruidosa que las múltiples aves de cuello inmaculado rebosantes de insulsas sonrisas que solo pregonan el conformismo se empeñen en vomitar.
La cumbre quedaba cerca, mas la pendiente cada vez era de mayor inclinación. Su faro, dominador de cientos de millas a la redonda no alumbraba desde que la diáspora inició su reinado. Por fin el alma, el hombre con forma de alma alcanzó la linterna apagada. Sonreí, como sólo un alma con rango de rey puede hacerlo, fue la chispa que surgió de aquel zarpazo de felicidad el fuego que atravesó en su luz miles de millas, tantas como este mar de verdadera incomprensión que sin mas había crecido en mi ausencia.







Yo, El rey de las Islas Escindidas

lunes, 22 de septiembre de 2008

Paz

Paz sobre las dunas que serenas duermen entre sueños ardientes.
Guerra de vientos como reyes de mil corrientes
que poderosos moldean mares y esculpen montañas
sin apenas esfuerzo con simples deseos faltos de vulgares artimañas.

Aire que faltabas entre pulmones que exhaustos agonizaban
como alma de pez sobre cubierta después de morder la trampa mortal.
Aire que alcanzaste a tiempo las ruinas que inexorables avanzaban
sobre una vida que desconocía el valor del lado oculto de quien solo era mal.

Paz entre recuerdos que pugnan por matarse entre guerras
brisa sobre castillos, testigos de viejos asedios que serenos se plantan
fuertes ante andanadas de tiempos marcados entre golpes de reloj.






Guerra ante lo que no se encuentra por insípido e indolente
Guerra que no es tal pues lo insípido no flota sobre la serena mar.
Paz pues, paz serena como quien es premiado con un nuevo andar.





domingo, 21 de septiembre de 2008

Retorno al Reino

El navío casi sin fuerza, sin un deseo real de encaminar sus velas hacia ningún lugar acaba de varar en la playa de la Isla. No hay tripulantes a bordo. Mientras el sol va dejando su estela en oro, en naranja, quizá en rojo, las olas suavemente dan la bienvenida a este navío que se hallaba perdido en la inmensidad de las aguas. Sus besos de sal sobre las cuadernas le recuerdan que es querido, que siempre es deseado sentir el tacto de sus maderas de roble perfumadas de brea ya gastada entre la arena blanda y la mar en calma de sus calas.

Al fin descansó, tras duras singladuras en las que navegó creyendo perdidas sus Islas, las Escindidas. Con tal duro sentir comenzó la quilla a abatir su derrota convirtiéndose tales palabras en terrenales que el viento en su cruel andar repetía sin cesar, “ es la derrota la que te abatirá”.



El sol, sabio disco de infinito rotar, presto a su retorno brilló como si en plena calenda de julio aquel septiembre tornara. Fue así, sol, ánimo y amor lo que al navío el rumbo devolvió su marinero andar, su seguro navegar hacia su reino, hacia sus islas, por un momento de infinito lamento, perdidas y de nuevo encontradas.


Descansa ahora sobre la blanca arena fina tan sólo hollada por las aves, el viento y por fin de nuevo por tu quilla de alma de roble y piel de cobre. Comienza de nuevo tu reino.




sábado, 13 de septiembre de 2008

La razón sitiada por la realidad.

Derrotada fluye tu alma si te enfrentas a la verdad real.
Recoges los trozos en astillas inermes de tal golpe brutal
mientras tu revuelta mente necesita calma para decantar
qué fue del sueño que hizo al hombre pelear.




Giras sobre tus pasos buscando un trípode
donde poder apoyar tu mirada,
donde poder meditar mientras te proteges del duro temporal
que azota sin rebenque tu ánima ya gastada
y en instantes inanimada por una abyecta realidad
obtusa, tozuda, cerril, con el rictus de la fatal eternidad.

Subes decidido apurando el resuello hacia la verde colina.
Ves su silueta enfrentada que sin pausa te domina
como plomo ardiente que se destila al calor del miedo,
así corres empujado por la vida que avanza con denuedo.

Quizá desde esa colina que enfrenta a dos mares hermanos
quizá desde tal lugar la vista ayude a mi mente a razonar
cuantos motivos son los que mueven al hombre a mantener su andar
si sólo ve derrota a cada lado del sendero que dibujan sus pasos.



jueves, 11 de septiembre de 2008

Abrazado a la Tristeza

Es final y es tristeza, es tristeza al final.
Qué importa el momento frente a tales vocablos
voces que solo anuncian la muerte de un tiempo de zozobras
quizá con sus amplias bodegas repletas de triunfos,
quizá con sus pesadas alforjas rebosantes de lágrimas
entre las que pesadamente flotan los icebergs de mil fracasos.

Quizá la muerte sobrevino al sueño cuando este dormido estaba
quizá y solo entonces el final se amancebó con la melancólica tristeza.
Triste sueño traicionado, perdido en su guardia frente a la rutina oxidada

Sueño y no duermo, vivo y respiro, me oxido mientras transpiro,
avivo mi aliento sobre el deseo, empañando miradas cobardes
mientras la vida me mantiene si mantengo con vida el equilibrio
volando entre las nubes que invisibles rodean la luna cuando sufres.
El Fin del mundo esta tan cerca que si me dejo a la tristeza
quizá sus brazos me protejan de su hermano temporal,
otro que no se conoce por otro nombre que el de final.

PC


martes, 9 de septiembre de 2008

Motivos

Motivos son los que mueven mortales vísceras palpitantes,
orbitas sangrantes de ojos que otean incansables
en pos de tesoros imaginados, de destellos soñados
que a veces solo son eso, motivos por los que luchar,
motivos sin reglas basadas en principios razonables
que solo los extraños buscan justificar.


Motivos son los que siempre sobran;
motivos para quedarse quieto,
motivos para robar flores de un jardín municipal
para de rodillas entregar a quién crees tú en verdad amor real,
motivos para abandonar el abrigo de un brazo de pura piel maternal
por un par de brazos que pronto por sus propios motivos te dejarán.

Motivos son los que nos dan la razón de la vida
frente a la muerte de la sinrazón
que fría y paciente, sin motivo aparente,
espera a que deshojes tus finitos amaneceres
creyéndote el elegido de algún dios de humana invención.




Motivos hacen de tu vida un gesto con sentido
Motivos hacen de tu voz un hilo cuando sin previo aviso te dejan
Motivos son los que desesperan cuando ni tú mismo los encuentras
Motivos son los que no existen si has de buscarlos
Motivos, benditos motivos que de lejos vienen tocando el dintel de tu puerta
Benditos son si les abres tu puerta y ante ellos desnudas el corazón
Tuyos serán ya para siempre, cuando siempre solo existe hasta el final.

A mis motivos, de los que uno de ellos eres tú


lunes, 8 de septiembre de 2008

Dulce Sensación


Dulces sensaciones sobre silencios en tiempo alargados
mientras ajenos, nuestros cuerpos juntos caminan pausados
cobijados bajo húmedos tapices de frondosa vegetación
refrescando nuestras pieles de crueles soles sin compasión.


Alcanzas la cota donde el agua golpea empecinada la somera charca,
la observas sin detenerte, sin pensar, sin ver el esfuerzo por resistir sobre la roca
ante una vida que crece, ante un amor que florece
refrescando las almas, alimentando los sueños que la vida mece.


Elevas tu frente, ves espuma, hierba, cielo entre nube,
como misterios insondables del pobre humano y su saber,
el agua rota sobre roca firme es lo único que te deja ver.


Grito, y mis palabras de silencio el aire empapan
que solo el mirar de tu mirar como huracán traducirán
en amor, sueños y corazón, voces silenciosas que hacia ti siempre irán...







...Como el verde musgo, a la buena piel seguro se pegarán

domingo, 7 de septiembre de 2008

Mi Cita de los Domingos

Bajé sin grandes esfuerzos dejándome llevar por la mañana somnolienta de un domingo festivo. El periódico, con su último libro de los Episodios Nacionales, me esperaba en el quiosco donde Luisa con cariño me lo tenía reservado sobre la nevera de los helados. En esta ocasión, en vez de bajar cual autómata, decidí girar y encaminar mis pasos por la calle de arriba, hacia los viejos cañones de la vieja batería, que algún día hace ya más de 200 años defendía nuestro puerto de algún pirata inglés con deseos de venir a incordiar nuestra extraña paz.

Desde la calle, al fondo de esta se podía observar el cabo Torres; su faro había ya dejado de tilitar con su mecánico destello en aburridos códigos de luz cada veinte segundos a naves y navíos perdidos en busca de algún refugio seguro. Allí estaban los dos cañones, oxidados, con las cureñas recién pintadas por los servicios municipales, de las que colgaban los carteles explicativos para los curiosos turistas, escasos y huidizos de los chubascos cantábricos anclados ya en este golfo que añora el otoño como época intemporal.

Nadie jugaba en la pequeña cancha, donde sólo hacía falta un balón para darle gusto y diversión a los minutos de libertad entre sueño y labor. La crucé hasta llegar a mi escondite, a mi refugio. Estaba solo, los tres bancos que miraban hacia la mar desde donde uno, de forma segura, podía anular la vista y potenciar el oído estaban vacíos. “Pronto vendrá alguien con el periódico a leer las no verdades que destilan en tinta económica” pensé, así que decidí bajar por unas precarias escaleras, hechas a medias por el cemento y por los golpes de un Poseidón muchas veces enfadado con los humanos, a la parte más alejada, justo debajo de un promontorio de tierra, hierba y rocas. Allí, sobre una cornisa de rocas que hacía de banco y testigo de incontables momentos inolvidables de nocturna y amorosa pasión me senté. No se me pasó por la cabeza preguntara la inmensa roca las últimas novedades de aquella noche de sábado ya cadáver, simplemente me senté sobre su fria y suave piel y cerré los ojos apoyadas mis manos sobre la misma cornisa.

El viento fue lo primero en llegar, húmedo y cambiante en su intensidad, sentía su golpe sobre mi piel, sobre mi rostro deseoso de su tacto. Sin pausa un golpe retumbó bajo mis pies, era Poseidón, celoso guardián de su reino, comenzaba de nuevo su eterna labor de reconquista, la pleamar era su objetivo. Aquella ola dejó retazos de su alma flotando volátiles entre los pliegues de luz que entresacaban las nubes grises propias de este otoño inminente. Las sentí chispear sobre mi rostro ciego, diminutos fogonazos de frío que me sacaron una sonrisa y como en alguna película ya clásica dieron con mi consciencia en un hiperespacio que mezclaba espuma, olas, aire, tímida luz solar junto a mi alma en batimiento.
Desconozco los segundos, minutos o siglos que permanecí en aquella dimensión hasta que vibró el móvil dentro de mi pequeña mochila; como en aquella película madre de saga mundial, la nave de mis sueños se detuvo de nuevo en la realidad. “Si, si, vale, quedamos luego, adiós”. Las olas seguían en su batir mecánico pero sensual, el viento soplaba suave mientras me levanté, suspirando, con mi última mirada al profundo océano que me prometía seguir esperando, me despedí hasta el próximo domingo. Luisa me esperaba, el último Episodio Nacional del insigne Don Benito acabaría en los estantes de mi habitación y yo me sentía cargado de sal hasta mi siguiente cita con Ella.






viernes, 5 de septiembre de 2008

1ª Singladura

No corta el mar, sino vuela un velero bergantín
que renace y navega sobre mares de la vieja escuela.
Como corcel resurge furioso ante el viento como espuela;
sobre el que deseo volar, correr, huir de este fortín.

No corta el mar sino que resbala como caricia
de mil sueños sobre refrescante pátina verdosa
de un bronce leve que sobre tu piel se posa
cuando a Helios das paso como cristiana novicia.






Soy bergantín, mas cuando tu fresca risa a mi se aprieta
crecen seguros mis mástiles y me convierto en grácil goleta,
en navío alegre, pintor de níveos bigotes con rotundos arcos
tal que portales de entrada que nos encuentran a ambos.

Quizá desde lejos el viento regale más voces,
quizá nuestros cuerpos naveguen sobre infinitas lunas
entre mareas y olas de fresco verano,
bajo lágrimas que pretenden estrellas parecer
desde un cielo abierto, rotundo y feliz de poder ser

quien presencie un mar, dos amantes y un solo jardín.




miércoles, 3 de septiembre de 2008

El Reto de un Alma



Retos que conviven entre rayos del pensamiento
apostando por encontrar tesoros bajo las dunas.
Derrotas plagadas de lágrimas sobre informes arenas
mientras soles refulgen sobre una alma en pleno abatimiento.

Lento caminar, pesado esfuerzo por llegar a la cima
pico de una duna cambiante, silenciosa y serpenteante
por el ardiente viento que ríe mientras juega indolente,
insensible por ese alma sin manos que la eleven encima.

Noche que no alcanzas, noche que de ti solo espero
un brillo, un refugio, una estrella de maternal arrullo
que sus alas me muestre, que las frote cual murmullo.




Que las escuche y las sienta, que me lleven al fin sin vuelo.
Ved viento y montañosa duna, ambos preso me habéis,
más aunque perdido estoy, libre soy pues aún soñar puedo.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Oro en Cipango (y fin)

... fue una boda la mía con Ayame fuera de lo común sucedido en las Américas hasta el día de hoy. Un hombre como el que esto les ha contado, de la Europa inundada por la pobreza y la lucha por la vida, venido a mas gracias a las oportunidades que Dios y esta bendita tierra tuvieron a bien ofrecerme; por otro lado una mujer del desconocido oriente, el país donde el silencio se roza con el sol que nace primero, donde la rigidez llevada al extremo no se mide por los humanos sentimientos que, sin ella imaginar nunca, se vio arrastrada hasta la orilla extrema de su mismo mar.

Fue gloriosa la celebración, todos fueron grandes y alegres partícipes de mi meta, de lo que creí limite alcanzado en la felicidad; Don Sebastián Vizcaíno, Don Miguel Rocha, hasta el padre Ruiz a pesar de su rencor poco reconocido, mi buen Sebastián que llevó a Ayame a la ceremonia como orgulloso padrino. El verdadero oro lo encontré sin buscarlo en medio de aquel país con el acero, la pasión y la conciencia de hacer lo correcto. Doy gracias a tantos renglones torcidos del Señor, que derecho me trajeron a esta rada, donde mi navío ya descansa en puro desarmo desde este invierno que ya no espera primavera que lo empuje a zarpar.

Pasaron años, mas de treinta hasta este momento en los que ya los relojes sobreviven sin la mínima cuerda que sus manecillas empujen, en los que dejo este pergamino, para que alguien lo lea si tuviera a bien hacerlo. Treinta años en los que sucedieron cosas importantes para nuestro virreinato, para nuestra España, pero ninguna tan importante como la vida compartida con mi amada Ayame, con la que espero pronto reunirme en ese cielo con el que los hombres contamos.

Vivimos desde nuestro feliz casamiento en la villa norteña de nombre San Diego, lugar maravilloso al que arribamos un año después con Don Sebastián, que ese nombre le otorgó por el cambiando el que hasta entonces portaba. Defendí desde aquí las tierras del rey, ayudé a los misioneros que se internaban en los desiertos mas el este. Pero sobre todo viví con Ayame, encontré que los límites no existen, tan solo son excusas mas o menos justificadas por la cobarde alma mundana.

Se que pocos son los amaneceres que me restan a proa del mascarón de mi vida, por eso dejo este epitafio a continuación, que deseo sea esculpido en la lápida donde reposen mis huesos, lugar que no es otro que junto a Ayame, en la loma sur de la Isla de Cuatro Coronados, que bien nombró mi viejo amigo Don Sebastián cuando aquí arribamos y dió este nombre y el de San Diego a esta villa un año después de nuestra aventura.


Resuenan los susurros de un atardecer

que se acerca con su oscura noche detrás.

Años de brega y lucha sin ver su final

por un impulso de avanzar, correr, de amar,

por romper la barrera que define lo posible,

por cazar ese límite como viento desde lona de mar.



Mas no lo vi nunca hasta hoy que el sol detiene su andar

frente a mi arrugada silueta de viejo y gastado capitán.


Ciego por sus rayos, oí Su voz abrir mi corazón al fin:



"Nunca se alcanza el límite
pues este, si allí crees arribar
es porque hay otro a mas andar.

Mas si en verdad llegas,
lo que encuentras
no es otra cosa mas que la Muerte,
pues esa es la verdad del límite.
No lo dudes, ninguno mas.


Camina, no pares de soñar
los límites son sólo excusas
unas de peso, fútiles las mas
por eso no detengas tu caminar"





Pero ya no camino

sé llegada la hora de mi destino

y a ello me someto,

pecados y honras ofrezco


Solo Dios sabe lo que merezco



Don Martín de Oca, Conde de las Islas de Santa Cruz del Mar del Sur



San Diego, Nueva España,
19 de Octubre de 1634

domingo, 31 de agosto de 2008

Oro en Cipango (36)

…con dignos pasos de algo mas que los de un mero prior de navío, nuestro pater, crucifijo delante, avanzó adelantado hasta subir al alcázar de popa. Los demás acompañamos su lento peregrinaje hasta aquél atrio de la nave, como parecía en aquellos momentos. Con un gesto, Don Sebastián dio la orden al nostromo de formar sobre cubierta y frente a nosotros a toda la dotación. Comenzó la ceremonia con las oportunas oraciones, en un latín mas español antiguo que lengua de césares, acompañadas de varias genuflexiones al viento y besos al crucifijo con rictus de iluminación puramente divina. Después, nuestro Padre Ruiz indicó al marinero de guardia en el alcázar que recogiese agua de aquel océano, en esos momentos pacífico como deseando pasar desapercibido en aquellas ceremonias humanas, ritos por los que se toman ciudades al asalto y se acuchillan infantes que desconocen razones y tan solo las sufren. Quizá les parezcan mis letras algo descreídas, a estas latitudes de mi existencia nos son más que el resultado de la dura vida, la magra convivencia con tanto hombre dado de santo, cuyo ejemplo no ha sino demostrado que su halo de santidad viene dado por el poder que le infieren reyes, cañones y maniobras certeras sobre multitud de mentes que ignoran verdades, asombrados por los brillos del oro y superados por la propia y sempiterna ignorancia. Nuestro Señor, que no es de este mundo, estoy seguro que cuando a su puerta mi alma llame, sabrá juzgar con su sabiduría mis palabras, mis acciones y sobre todo pensamientos que son los que mayor libertad ejercen. De ello estoy seguro como de mi muerte y de que todos los que de capa negra o de claro hábito santo se disfrazan, no son mas que útiles de un poder que si es de este mundo, que humano y no divino es.

Con la señal de la cruz dibujada sobre las tres frentes de Ayame, Kazuo y Akemi, el pater comenzó a derramar agua del Océano izada por el marinero, mientras pronunciaba los nombres de cada uno, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La ceremonia terminó poco después con el beso de cada uno a la cruz, esta vez de plata que el padre Ruiz sacó del interior de su raido hábito religioso. Con la dotación por testigos, los documentos fueron firmados por el Pater y nuestro comandante; documentos que certificaban tal conversión, mi rostro con la mirada perdida hacia ese sol con su perpetuo brillo me hizo percibir que su esplendor era aún mayor. Solo era una respuesta a la felicidad interior que llevaban a ver por mis ojos todo con el fulgor propio que se sabe más cerca de su sueño, pero dejemos este en suspenso hasta nuevos aires que no tardarían en llegar.

Me llevé a los niños a su cámara para darles descanso e intentar explicar con mas detalle el significado de aquella ceremonia en su futuro mientras Ayame fue con el Padre Ruiz a confesar sus pecados. Aquella confesión debió ser del todo graciosa pues no veía a los dos muy prestos a entenderse en sus sendos malos japonés y español. Entretanto el viento arreció de fresquito a fresco con lo que nuestro andar se incrementó, los deseos de arribo eran enormes entre todos, Don Miguel procuraba cazar todo el viento que nos mandaba ese Océano ya parte de nuestra piel. Así, a unas dos horas de la arribada de la segura noche un grito nos sacó de nuestros sueños. Era el marinero Alberto Muruve desde el juanete del trinquete, Muruve antes de embarcarse en esta expedición dedicábase a la pesca en las costas próximas a Acapulco, por lo que conocía perfectamente los secretos ocultos de aquella mujer mitad arena, mitad orilla que se ocultaba de nosostros.

- ¡La Roqueta! ¡La Roqueta! ¡A proa, Acapulco!

Como una ballesta nos plantamos todos en la borda de babor cercanos al alcazar de popa. Yo no conocía aquella pequeña isla que cerraba por el noroeste la bahía de Santa Lucía, donde, como verdadera perla del mar del sur, se preparaba para descansar la villa de Acapulco. Mi largomira me decía que aquello era una péquela isla pero a Don Sebastián no, prueba de ello era el brillo de su dentadura mostrada por su sonrisa producto de la satisfacción de saberse en casa al fin.

- Don Miguel, mantengamos el navío a buen recaudo hasta el amanecer en que arribemos con honores a nuestra cristiana tierra. Un cazo de aguardiente para todos y prevención durante la noche.

Así nos mantuvimos hasta la amanecida del siguiente día. Creo que nadie fue capaz de conciliar sueño alguno. Quien no limpiaba sus armas y ropas, estaba pendiente de que el sol tuviera a bien despuntar tras la bahía de nombre Santa Lucía. Intensa espera hasta que con voz serena nuestro capitán dijo lo que todos esperábamos.

- ¡Todos los hombres listos para maniobra de entrada! ¡Artillero, andanada de aviso! ¡Cárguelo bien de pólvora, que sepan que somos un navío del Rey!

Retumbó, no como en tanto combate naval pasado, pero si lo suficiente como para devolvernos después de su eco desde las recónditas tierras mexicanas, el retumbar del cañón desde el bastión defensivo firme sobre la entrada de la bahía. Un grito de júbilo explotó, nos unió como un solo espíritu. Abrazos, lloros, rezos de algunos hombres que un humilde servidor nunca hubiera esperado ver arrodillado sobre cubierta; abrazos con Sebastián, mi ahijado, a quién ya vi hecho un verdadero hombre del rey, un capitán propio de tercio, con Don Miguel Rocha, gran piloto que reflejaba en el vidrio de sus ojos la real necesidad humana del tacto de la tierra por muy hombre de mar que fuera, tantos hombres sin hacer diferencias a sus clases en pleno desahogo, descarga de miedos acumulados durante tantos meses al que el único sentido lo daban su capitán, su navío y el pabellón ondenado sobre este que les recordaba de donde eran. Entre todo aquél maremagnun de sentimientos, como un islote sereno permanecían Ayame, Kazuo y Akemi erguidos y expectantes. Crucé mi mirada sobre la suya, creo que fueron mis botas las que me plantaron frente a sus ojos. No escuchaba nada de aquella batalla de alegría, los empujones no me afectaban y con la lentitud y el aplomo que nunca creí recuperar frente a una mujer, me arrodillé dando un paso al frente con mi pierna derecha apoyando la rodilla de mi pierna izquierda en la cubierta.

- Ayame, no he sido para vos quizá nada más que un carcelero, alguien que os ha arrebatado a golpes de acero de vuestra tierra madre. Mis intenciones nunca fueron otras que vuestro bien aunque de principio tan solo os viera como una extraña oriental. Con el paso de los días, de las jornadas sobre mar y cielo os he sentido cada vez más cercana a mis sentimientos. Vuestros hijos ya ha que los siento como míos y puedo prometeros que guardaré sus vidas con la mía hasta mi último hálito de existencia. Ayame, aceptaré vuestra decisión cual condena si es de rechazo o temporal de felicidad si esta un sí. Deseo con toda mi gastada alma unirme a vos en santo matrimonio, os amo y mi vida hace ya tiempo que es la vuestra, mi futuro puedo asegurar también que será el vuestro. Perdonad mi atrevimiento si os he ofendido, pero como hombre de armas no entiendo otra forma de hacerlo que avante y por derecho.

Quede mirándola, no sabría decir el tiempo que transcurrió en aquella burbuja que dibujábamos con nuestros cuerpos. Ella me sonrió desde su mirada naciente en sus ojos rasgados mientras se acercaba a mi hasta hacer algo que nunca imaginé. Rozamos levemente nuestros labios, sus manos cogieron mis desgastados guantes presionando éstos suavemente, mientras un maravilloso “acepto” provocó en mí la turbación propia de un infante recién hecho hombre. La abracé como hacía tiempo no había hecho, quizá en aquellas Islas de Santa Cruz, quizá Doña Isabel, mi Isabel de Barroto pudo sentir algo así de mis brazos, de mi cuerpo mortal. Nos separamos, ella volvió a su distancia mientras con una mirada me despedí dirigiéndome a mi puesto en el alcázar; Don Sebastián ya largaba órdenes a través de Don Miguel y el nostromo para enfilar correctamente en aquel momento de mi vida la bahía más bella que nunca había conocido.



Arribamos a sus muelles cargados de tesoros, con la cartografía de la mano de Don Miguel que sería de gran utilidad para futuras expediciones, con importantes informes para nuestro Rey, el triunfo en verdad había sido del todo real. La conquista de aquellas tierras quizá fuera en otras jornadas o quizá nunca lo sería, mas eso no era ya nuestro menester. Con la firma del Virrey, desde México, arribó la confirmación de mis títulos, la autorización de matrimonio con mi querida Ayame; mi ahijado fue declarado capitán del rey con su soldada de 40 escudos de oro y, a pesar de no tener hombres bajo su mando aún, se le concedió 25 escudos más de ventaja por su honor y honra en el combate; aquello, en su hogar, al lado de la familia que me lo confió tiempo atrás me recompensó por todos los tragos pasados. No habían mis ojos llorado con aquella intensidad nunca hasta entonces...

sábado, 30 de agosto de 2008

Oro en Cipango (35)

…avistábamos tierra al fin, los errores propios de aquella navegación tan larga hizo que demorásemos la latitud algo más al norte de lo esperado, por lo que hubo que barajar la maravillosa costa de Nueva España desde la bahía de Potosí en demanda
de la esperada bahía de Acapulco; en busca de sus maternales brazos de tierra con ansia de abrigo y protección, como niños en busca de una madre largamente esperada. Faltaban unas 90 millas marinas, distancia que disfrutamos con la visión de aquella línea de costa, adornada de una arena brillante por un sol ya de propia familia. Mi cabeza hervía, quedaba algo más de un día de singladura para largar el ferro frente al Fuerte de San Diego y debía hablar con nuestro Capitán, con mi protector y amigo, Sebastián Vizcaíno.

- ¿Da su permiso, capitán?
- Adelante, adelante mi buen Martín. ¿Qué se os ofrece esta mañana tan serena y con la vista de tierra tan cercana?
- Buenos días, Don Sebastián. Bien decís de la vista que llevamos al costado de babor de nuestro navío. Mis deseos no saben qué otra cosa desear ya que sino arribar sobre Acapulco y pisar tierra cristiana, donde poder pasear y escuchar nuestra lengua entre sonrisas y corteses saludos de sus habitantes. Más mi visita es por otro menester que me trae el alma atribulada.
- No habéis de penar ni un minuto por vuestra pena declarada por el Virrey, pues en mi misiva después de la toma de aquel bergantín holandés, reflejé con orgullo vuestro bravo proceder y mi alta consideración hacia vuestra persona. Por ello estoy seguro que en no muchas jornadas después de nuestro desembarco en Acapulco, recibiréis confirmados vuestros títulos de nobleza y vuestra condición de entera libertad para recorrer y estableceros allá donde deseéis en las tierras de nuestro Rey católico.
- Mi capitán… Sebastián. No es eso lo que ahora me preocupa, son mis protegidos por vuestra decisión, la mujer y los dos niños a los que he tomado cariño. Desearía confesaros secretos que la madre me rogó no diera voz hasta desembarcar en tierra. No entendí tal deseo, pero lo respeté; como vos, estoy acostumbrado a estos caminos del pensamiento y conducta tan diferentes a los nuestros, así que decidí cumplir con ese deseo.

- Hablad, Don Martín, os escucho.

- Como sabéis, nuestro pater, en los primeros días de travesía, no cejaba en su empeño evangelizador sobre Ayame, hasta que ocurrió aquel hecho que nos enfrentó a ambos con la feliz intervención de vos. Ella agradeció mi defensa y me confesó su origen noble, pues era la mujer de aquel energúmeno que Don Miguel y yo descabalgamos para siempre de su vida. Iban a ser ajusticiados en Edu por orden de su marido y padre de los dos niños. La razón no era otra que el haberle desobedecido. Mi asombro se colmó al saber que la razón, no fue otra que la conversión de Ayame y sus dos hijos a nuestra Santa Religión. Si, capitán, no se asombre que ya lo hice yo por ambos aquel día. Quise saber cuál era entonces la razón de su secreto y me relató cómo vio la luz de nuestro Señor de manos de un misionero portugués, que tantos tenemos en aquellas islas sembrando nuevas almas cristianas y labrando de esta forma nuestra futura labor de conquista. Este misionero, desconocedor de la feliz unión de las dos coronas en la cabeza de nuestro rey siempre le previno de los sacerdotes españoles y su fiereza con quienes no eran verdaderos seguidores de la fe. Vos comprenderéis que con semejante idea sobre nuestros sacerdotes, la imagen de un encendido Padre Ruiz, que frente a ella parecía el verdadero Santiago, martillo de moros, ella se inundase de aquel temor y esperase a mayor seguridad. Ya ve que donde hay hábito santo, el miedo reina sin competencia.

- Desde luego, Don Martín. Pero, ¿cómo sabéis que esto es cierto?

- Ella me enseñó el crucifijo de plata repujada que aquél misionero le entregó al bautizarlos. Me habló de nuestra santa religión, de nuestros ritos, me atrevo a decir que sabía más que muchos de nosotros y quizá fuera su tez blanca y su serena expresión, pero si nuestro Señor habría de tocar a alguien con su dedo, creo que a ella fuera a la que tocase.

- Bueno, bueno, Don Martín, usted y sus pasiones. Tan sólo es una mujer a bordo y eso revoluciona la sangre de todo varón embarcado, nada más. En fin, es toda una noticia, así que he de hablar con nuestro pater, aclararle la situación para que confirme lo que vos me contáis. Mientras, necesito saber que rango es el de su familia y habéis de informarle que habrá de pasar un leve, insístale en lo de leve, interrogatorio conmigo y el padre Ruiz. Tenéis vos y vuestra protegida mi palabra que el pater se comportará.

- Don Sebastián, hay algo más. He cumplido, como vos me ordenasteis, en mi comportamiento, manteniendo el decoro y el respeto a ella, a vos y al resto de la dotación. Quizá por ello, quizá por que mi corazón sea blando con los que asi se presentan a mi pecho, pero mi deseo es el de unirme a ella en Santo Matrimonio cuando la venia de nuestro Virrey sea firme. Siento amor verdadero por esos niños y Ayame y creo que este es correspondido.

- Don Martín, os juro que me lleváis de sorpresa en sorpresa. Tras ese bravo corazón que no da respiro a enemigo, clavando aceros y quemando pólvora sobre sus vanguardias, siempre me acabo encontrando a un caso perdido de personaje más propio de las viejas novelas de caballerías. No dudéis de mi regalo de boda, estad seguro que no será otra cosa que mi libro ya envejecido donde se narran las andanzas de Don Amadís de Gaula. En él os veréis a cada capítulo vencido y vencedor, quizá unas veces os haga reir y en otras lloraréis, mas no se parece a otra cosa que a vuestra vida en palabras de viejo castellano. Mi querido, mi respetado Martín de Oca, tendréis mi bendición; ahora marchaos a ver a vuestra amada para indicarle lo que os he dicho.

Acudí a la cámara que tiempo atrás mía había sido, donde permanecían Ayame y sus hijos desde que el anuncio de arribada habíase ya convertido en una confirmación de inminente cumplimiento. Deseaba decirle lo que sentía, aunque por mujer estaba casi seguro que ella sabía lo que no dejaba de martillear las cuadernas de mi corazón. Con la ayuda de Kazuo fui relatando los pasos necesarios para que aquella conversión a nuestra verdadera religión ante los misioneros portugueses, fuera de facto aceptada por las autoridades de nuestro Santo Oficio. Al nombrar al Padre Ruiz su rostro sereno torno a enmudecer su reflejo de calma, era como si hubiera visto a un fantasma. Insistí en la garantía de la presencia de Don Sebastián como representante del Virrey, de su conocida extrema caballerosidad y humanidad para quien de bien se muestra, como ella demostrado tenía después de tan larga travesía. Con gran esfuerzo y, sobre todo, la ilusionante ayuda de Kazuo conseguí que aceptara pasar por tal necesario trago.

Llegó el momento, como tutor de aquellas tres almas tuve derecho a presenciar aquel extraño oficio religioso que dirigía el padre Ruiz. Presidía Don Sebastián y sufrían aquellas tres almas, que nunca hubieran imaginado protagonizar tamaña escena sobre un navío a miles de leguas de su tierra. En aquel acto percibí con claridad un perfecto control de la situación por parte de nuestro capitán. El pater, a cada latinajo vomitado sin pudor y agitado movimiento aferrado al crucifijo siempre acababan sus ojos en busca de aprobación de Don Sebastián. Llegaron las preguntas sobre la fe, a las que Ayame dejó con las bocas abiertas como portas de navío presto a combatir debido a su conocimiento de nuestra fe. Para finalizar, fue ella la que como si hubiera guardado aquella última bala, les cedió al pater una biblia en portugués que guardaba en absoluto secreto, algo que acabó de certificar la veracidad de tal acristianamiento. El padre Ruiz con la palabras atoradas en su garganta consiguió largar en un castellano antiguo a mi parecer, lo que aquí les escribo


- Vistos los hechos que confirman la sumisión de estas tres almas a Dios. Y siendo Dios, que es cumplido y cumplidor de todos los buenos hechos, por la su merced y por la su piedad quiera que los que así cristianos se declaran se apresten a sus mandatos a servicio de Dios y para salvamiento de sus almas y aprovechamiento de sus cuerpos, así como Él sabe, que yo, humilde sacerdote, lo declaro a esa intención.

Alegría era lo que inundaba sin límites mi interior. Salimos a cubierta con la pausada solemnidad del acto que restaba, que no era otro que el bautismo renovado de aquellas almas que pudiera así certificarse en documento oficial….

viernes, 29 de agosto de 2008

Mi Diente se quiere ir


Tengo un diente que se quiere ir
de esta mi boca tan fresca de sonreír.
De tantos nervios hasta el techo salto
y sin querer a todos sobresalto.

¿Cuándo llegará el ratón?
Pérez me cuentan que se llama
y que de noche se acerca a mi almohada,
mientras en sueños viajo en mi nave del mañana.

Mi diente, mi diente, se mueve.
Mi diente se va, pero no acaba de despedir
pues fue aquí donde descubrió el sonreír,
pobre, no sabe si eso hará donde el ratón le lleve.


Me duermo mientras sueño
con piratas, rebeldes y caballeros,
islas que surgen, volcanes que explotan.
Miles de cosas vivo mientras al ratón espero.


martes, 26 de agosto de 2008

Oro en Cipango (34)

…con el paso del tiempo mi relación con el pater fue lentamente recuperándose, aun que creo que el rencor por ser humillado le ensombrecía el alma. La vida continuaba, la navegación ayudaba por su continuo andar de la nave sin contratiempo. Gracias a las provisiones gustosamente “cedidas” por nuestros amigos de fortuna holandeses, dispusimos durante más tiempo de alimentos frescos; así, pasado el mes de travesía matamos el último carnero, cuyo sacrificio nos propició una buena fiesta aquella jornada de navegación. Aquel ultimo ser vivo comestible se cocinó con las hierbas aromáticas que Ayame fue indicando al cocinero. Deseábamos hacer un pequeño homenaje a esa mujer que, poco a poco, con su saber estar entre tanto hombre rudo, sin sentirse su paso entre ellos, fue logrando que aquel navío ganase en comodidad; supo hacer que los olores de los animales vivos se disfrazaran de fragancias a hierbas suaves, consiguió que los bronces del navío, no sólo brillasen sino que cantasen a la mirada con sus indicaciones de limpieza a través de Kazuo. Sus cortas risas, ese torpe andar a bordo junto con las gracias de Akemi y las preguntas a todo el que delante se parase un segundo delante de Kazuo, hacían que la travesía fuese menos monótona, menos ruda. Los hombres no jugaban sus doblones de futuras ganancias o procuraban hacerlo en momentos que su visión no importunara, las peleas, que por tantos motivos de incierta justificación siempre había que acudir a sofocar, casi ya no se producían. Don Sebastián estaba encantado con aquella travesía en extraña calma interior, algo que le permitió redactar una verdadera carta de relación sobre lo pasado y logrado, lo perdido y encontrado, que debía entregar al virrey de forma extensa y con la debida reflexión, algo que en situaciones de normalidad en navío armado fuera del todo imposible.

Se bendijo la comida y todos como un solo hombre nos abalanzamos a saborear el ultimo plato de carne hasta la arribada a Nueva España. Aprovechando el perfecto día de viento y mar, Don Sebastián, Don Miguel, mi ahijado, el Pater y Ayame con sus hijos, comimos sobre el alcázar de popa. El vino aguado en una tercera parte consiguió mantener a la dotación en condiciones aceptables para la navegación, aunque creo que, si algún hijo de las pantanosas tierras de Flandes, o Japonés desviado de su tierra nos encontrase, habría dado buena cuenta de nuestro preciado navío, su dotación y su valiosa carga.


Como les había relatado anteriormente, mis sensaciones al lado de Ayame ganaban en placer por su simple proximidad, sus hijos ya los sentía tan cerca de mi como si los hubiera visto nacer. Era también esto producto de la estrechez de la convivencia a bordo de un navío durante tanto tiempo, aunque hoy, al borde de mi desembarco de este otro navío que ha sido mi vida, puedo decir que en aquellas placenteras sensaciones había algo más. Al finalizar la comida, con mi vaso de plata aferrado en mi mano derecha, valiosos regalo de Don Sebastián, me apoyé sobre la balconada de popa observando el suave andar del San Francisco, la ligera estela que al mirarla me devolvía sus reflejos mezclados del blanco espumosos de la revuleta sal y el oro calmo del rey sol.


Una manita tiró de mis botas, miré hacía abajo imaginando quién era quien así asía el borde mis gastado cuero encontrándo a la pequeña Akemi. Me miraba aferrada al borde de mi bota, mientras con la otra sujetaba un pequeño trozo de madera tallado toscamente con forma de muñeco. Ayame se acercó a mi junto a su particular "lengua", que no era otro que el muchacho, Kazuo.

- Don Martín, mi madre desea saber si puede hablar con vos.

La miré, ella evitó cruzar su mirada con la mía


- Claro que puede hacerlo, Kazuo. Estoy a su disposición.

El niño habló con ella, devolviendo esta una larga parrafada que a duras penas hoy creo que consiguió traducir su hijo.
- Mi madre desea agradeceros todo lo que habéis hecho hasta ahora por ella y por nosotros dos. Desea deciroos que siempre será su sombra de portección, pues le devolvió la vida aquel día frente a nuestro padre, que iba a entregarnos a los jueces por haberle desobedecido.

- ¿Vuestro padre? ¡Dios mío!

Aquel niño me contaba aquello de forma impersonal, como si hablara de un hombre que no conociera. Yo me sentía un sucio criminal delante del juez más absoluto que pueda haber en la tierra, que no es otro que un hijo de padre asesinado ante su culpable. De pronto su madre hizo un gesto y le volvió a enviar una larga parrafada que con un golpe en el hombro obligó a traducir.

- Mi madre dice que no debéis preocuparos, ese hombre no era bueno y su destino era el que recibió de vuestra mano. Un padre que decidió que mataran a su familia por desobedecerlos no debe llamarse de tal manera.
- ¿Cuál fue vuestra falta?¿En qué desobedecisteis a vuestro padre?
- Mi madre renunció a la religión de nuestro padre y el nos condenó a morir según el dictamen del Shogun. Escapamos durante una semana, pero el hambre y su dura persecución hizo que mi madre decidiera suplicarle piedad. Él se negó y cuando vos nos encontrasteis nos llevaba a Edu a ser juzgados.
- Dile a tu madre que lamento lo que habéis sufrido y que le doy mi palabra que, bajo mi protección, podréis vivir con la libertad propia de un súbdito del rey católico. Decidle también que le agradezco su confianza por relatarme tal terrible historia sufrida.

El niño con una serena sonrisa en los labios se giró hacía su madre traduciendo cada cosa que yo había largado desde el fondo de mi garganta. Ella me miró y al fin pude percibir su sonrisa, pequeña, pero sin principio ni fin como debe de ser el sentirse agradecido.

A partir de aquellos momentos nuestra relación fue a más, aunque siempre con el escrupuloso cumplimiento exigido por Don Sebastián. Cierto es que mi cuerpo no demandaba pasión, sino serena compañía, la caricia de aquellos niños me bastaba y las cada vez mas expresiones dichas en español por Ayame, me parecían golpes de de felicidad que superaban a tantos golpes de pasión de tiempos pasados. Isabel, mi verdadero amor, Isabel de Barroto, mantenía su espacio entre los jirones gastados de mi corazón. Creía sentir sus consejos, sus bendiciones hacía aquella relación; quizá el que esto lea le cause mofa, mas no es distinto de quién escucha a los santos, o a La Virgen indicándole el camino a seguir.

Casi dos meses más de navegación nos llevaron a pocas leguas de Nueva España, los secretos que mi corazón albergaba los debía hablar con Don Sebastián. Mi situación, mortal y espiritual ya era también la situación de Ayame, Kazuo y Akemi…

lunes, 25 de agosto de 2008

Oro en Cipango (33)

…Pasamos varias singladuras bañados en cascadas de la euforia propia del saberse de retorno a la cultura conocida, a las costumbres propias que hacen que uno se sienta como horma en zapato de su medida. La normalidad fue poco a poco invadiendo los ánimos de todos, ahora tan sólo había que conducirse de forma serena y marear bien la nave, algo de lo que estábamos verdaderamente preparados.

Esta rutina, sin otro sobresalto que un cambio repentino de viento o la presencia de alguna ballena en deliciosa y cercana visión, fue propiciando una relación con aquellos “extraños” pasajeros cada vez más cercana y familiar a pesar del carácter frío y poco expresivo de su cultura, pero había niños y ellos no saben que es eso de la diferencia hasta que se la enseñamos nos con nuestro ejemplo. Los marineros, en cuanto un momento de holganza se presentaba ante ellos, corrían casi todos hacía los infantes. Realmente aquella oportunidad era algo que alimentaba la vida de ambas partes, a ellos les daba motivos para creer, para sonreír, para saberse buenos en un mundo que solo les ponía armas, órdenes a cumplir y no permitía buenos sentimientos salvo cuando así estaba visto por quienes mandaban. Enseñaban a los niños a hacer nudos, coser las velas, pasaban horas jugando con los pajes en los ratos de holganza de estos.

Algo que en verdad poco me gustó, era la actitud de nuestro padre Ruiz; este de pronto iluminado por una fe redentora, no dejaba a Ayane ni a barlovento ni a sotavento de la nave, intentando realizar en aquellos momentos lo que ni pensó un solo instante en hacer durante los meses que estuvo entre tanto pagano, como él mismo los llamaba. Sin saber una palabra del idioma, cual corsario al abordaje, se lanzaba a impartir los dogmas de nuestra fe cristiana. Aquello importunaba a Ayane. Ella, por medio de su hijo, de nombre Kazuo, que ya dominaba nuestro idioma, iba dándose cuenta de las intenciones del orondo pater, enfureciendo su ánimo pues no era persona de poca formación, por lo que uno iba descubriendo. Al principio de nuestro encuentro y secuestro postrero, pensé que era una sierva de aquél señor al que mi acero dio con su alma en fuga y su cuerpo en tierra. Pero esto no era así, ruego me perdonen pacientes lectores de este humilde relato vital, pero con la venia de vuestras mercedes, este tema creo será mejor relatarlo con más detalle paginas avante.

Como relataba, el Pater llegaba a acosar en exceso a, en aquél momento la imaginaria "esposa" de toda la tripulación; esta actitud la consideraba un servidor de vuestras mercedes, en una elevada medida de cobarde, por ser mujer sola cuando dispuso de un amplio grupo de almas a popa de nuestra nave allá en Japón. Así, una mañana de buen viento dando de través a nuestras velas, con una mar de tantas formas tatuadas sobre su piel como caprichos del viento perfilador sobre ella, quizá pudo ser el gris de alguna de aquellas nubes cargadas de agua que amenazantes nos perseguían, quizá quise adelantarme a la explosión de esa inmensa humedad constreñida entre sus variables formas, quizá nuestro Señor en sus torcidos renglones de buen jugador no aceptase ese tipo de trampas del pater y me empujó a ello. Me interpuse entre su hábito y cruz de madera y Ayame de forma clara y un cierto amenzante al primero.

- ¡Basta, Padre Ruiz! ¡¿No le parece algo excesivo intentar convertir a alguien que no entiende sus vocablos, mitad en español, mitad en latín?! Deteneos y reflexionad que muchas son las leguas que restan y a esta desgraciada mujer mucha vida le aguarda en las cristianas tierras de Nueva España.
- ¡Qué decís, Don Martín! ¡¿Osáis interponeros entre Dios, Nuestro Señor, y estas pobres almas sin credo salvador?! ¡No esperaba tal cosa de vos!
- No digáis insensateces, Pater. De sobra sabéis mis creencias y la sangre vertida por la Verdadera Religión, solo os ruego que reflexionéis sobre vuestra actitud. Esta mujer está sola, no conoce el idioma y no tenéis competencia de moro a pagano que pueda robaros la pieza.
- ¡¡¡Apartaos!!!

No me quedó más remedio que desenvainar; en ello estaba cuando la mano providencial de Don Sebastián con acierto, premura y en tiempo oportuno retuvo aquella acción a la vista de toda la tripulación, que son pocas las varas de manga y eslora de un navío por muy grande que este sea.

- Acompáñenme los dos a mi cámara. ¡Todo el mundo a sus obligaciones! ¡Ya!

Tras nuestro capitán como ganado sumiso nos dirigimos nuestros pasos hacia la cámara de popa. Giré de manera instintiva mi cabeza y allí crucé mi mirada con aquel rostro oriental, en aquel momento golpeado por un sol que se abría paso entre las hasta ahora triunfantes nubes del oculto firmamento. Sentí alcanzarme un primer esbozo de sonrisa.

- Bien, ambos, caballero y sacerdote me deben una explicación. Explicación que no deseo escuchar de semejantes zoquetes. Vos, Don Martín, cuándo aprenderá que la espada es una medicina que se emplea en pequeñas dosis, y vos, Padre Ruiz, ¿acaso la comida de nuestro barco le causa alucinaciones hasta hacerse pasar por San Lorenzo? Si asi fuera, no ha de demorar su confirmación, pues lo dejaré en el sobrejuanete de la mayor para que una buena fogata de San Telmo lo abrase. Don Martín, mantengo mi orden de que seáis vos el tutor de estas tres personas, por lo que cuídese de que no se acerque nadie a ellos sin su consentimiento, y en cuanto a vos, lo quiero en los sollados de proa dando muestras de su profesión de fe. Confiese los pecados de tanto marinero descarriado, flagélese si lo encuentra oportuno por la cristiana arribada de nuestra expedición, pero no se acerque ni por asomo a esos dos niños ni a su madre. Seguramente, serán más tarde o más temprano objeto de la Luz Divina, que los recuperará a la verdadera creencia. Ningún problema mas quiero o desembarcarán ambos con los grilletes del Santo Oficio de camino a Veracruz. Eso es todo y ahora déjenme el resto del día para olvidar esta estúpida escena.

Salimos en silencio, sin mirarnos a la cara, el pater enfiló sus pasos hacía proa mientras yo me apoyé entre las batayolas cercanas al combés en la banda de estribor de la embarcación.
Poco a poco todo fue normalizando, yo me mantuve más cercano a ellos, una situación que me agradaba, los niños, sobre todo Kazuo, aunque también su hermana Akemi, algo más pequeña, alegraban mi corazón ya agotado de vivir tantas situaciones tensas y de verdadera pasión ante algo o alguien. Kazuo se habñia transformado en algo como un pequeño hijo que colmaba las carencias de no tener tal y sin esfuerzo iba ganando espacio al bueno de Sebastián, al que ya solo le quedaba el nombramiento de capitán, pues de facto ya lo era. Estar con ellos daba respiro a mi alma atormentada y creo que ellos sentían en mi algo más que a alguien que los vigilaba y protegía.

Sentía paz y eso era la primera vez que entraba en mí sin tener a mi enemigo inerte en el suelo, separado ya de su alma…

viernes, 22 de agosto de 2008

Oro en Cipango (32)

…Aquella lenta evolución, propia de una arribada normal a un puerto amigo, sólo se vio violentada por el cañonazo de aviso desde nuestro bergantín y la correspondiente contestación desde el apostadero confirmando el engaño. Penetramos por entre los dos muelles que en curva hacían de débil tenaza a una mar que, en uno de sus arrebatos, acabaría dejando en el ridículo más patente semejante obra humana. Desde aquellos labios que dibujaban la boca del puerto fabricado en empalizadas de madera, varias mujeres ya gritaban en demanda de sus maridos, aquellos hombres que vieron partir y que ansiaban por saber de su destino. Al frente no se veían naves de ninguna clase, salvo pequeñas lanchas de pesca y ayuda al amarre de los navíos que entraran. Dos enormes tinglados hacían de núcleo portuario desde el que como polluelos sin pluma, múltiples casas y casuchas se arremolinaban a su alrededor. Debían ser esos tinglados los que debían almacenar aquellas hierbas averdosadas, que tanto parecen gustar a los herejes del norte. Té le llaman a tales frutos de la tierra, una bebida que tuve la oportunidad de probar en aquel lugar más tarde, convenciendo a mis entrañas hasta estos días finales de mi vida, que es el café y no aquel agua de color lo que realza mi cansada cabeza y mantiene despierto mi mano sobre la pluma.

Largamos el ferro a unos seis cables frente a aquellos tinglados dominantes sobre el resto de pequeñas casas donde debían vivir aquellas gentes. Arriamos el lanchón en el que embarcamos Don Gustav y yo junto a cuatro remeros por cada banda que nos acercaron al muelle. Allí nos esperaba un hombre algo grueso en sus partes bajas, de corta pierna y con un bigote de enormes proporciones terminado en sendas cocas que atusaba de forma continua. Miró al piloto, me miró a mí, sus gestos demostraban confusión y extrañeza por la situación, faltaba el galeón y sus capitanes y en cambio un hombre desconocido acompañaba a Gustav. Comenzó a preguntar de forma creo rápida y nerviosa en flamenco a Gustav sobre la situación. No esperé más, con un gesto de mi sombrero al aire fue suficiente. Un nuevo cañón de aviso retumbó en la rada, las portas de la cubierta de estribor abiertas al unísono mostrando las bocas de diez cañones mientras desde lejos otro cañón se pudo escuchar como respuesta al nuestro, según lo planeado. Aquel hombre dejó el flamenco y entró al parlamento en nuestra lengua.

- Veo que sois español, Don…
- Martín de Oca, Conde las Islas de Santa Cruz del Mar del Sur, vengo en representación de mi comandante, Don Sebastián Vizcaíno que en breve arribará a este, vuestro apostadero, a bordo de nuestro navío de cincuenta cañones “San Francisco”. Considero que vuestro piloto mayor y ahora comandante del bergantín que en estos momentos os apunta desde la rada, ya os ha puesto en danza sobre la situación. Acabamos de dar un segundo cañón de aviso al que nuestro navío de nombre San Francisco ha respondido. Si en aproximadamente el tiempo en que este reloj de arena que aquí muestro y giro se agote no han rendido la plaza y mis hombres no dan la andanada de aviso, no quedará un edificio en pie y no respondo de la carga de nuestros hombres algo furiosos por vuestro ataque sin sentido en pasadas jornadas más al norte. Si me permitís, os ruego recibáis con hospitalidad a nuestro comandante cuando arribe a vuestro apostadero. Es hombre de buenas maneras con los caballeros corteses, mas implacable con quién la contraria le plantea. Mientras tanto permitidme sugeriros que vayáis ordenando las debidas instrucciones para rendir la plaza; entretanto, mis hombres a bordo de su bergantín desembarcarán para no causar malos entendimientos entre nuestras dos naciones y preservar la paz.

Con otro gesto de mi sombrero, el lanchón que nos trajo a nos, retornó hacia el bergantín, mientras desde este arriaban el segundo y comenzaba el desembarco pacífico que había pactado Don Sebastián con el piloto mayor holandés. A su vez, este hombre explicó a aquel otro, sorprendido y del que aún desconocía su nombre, la situación y las condiciones ya con una mayor calidez receptiva, supe que así era pues sus ojos cobraban el volumen en escala propia a la de su barriga oronda. No perdía ojo a sus gestos, por si algún gesto malintencionado provocaba algún tipo de orden de resistencia, más creo que la fuerza combativa de aquel apostadero había muerto en el combate de las islas. Casi una hora mas tarde pudimos ver el león rampante con su dorado refulgente entrar majestuoso y posar su ferro frente al bergantín. La situación estaba controlada y más parecía todo aquello la recepción de alguna embajada de país amigo.

Nuestros hombres ya tenían todos los cañones de tierra, apuntando al pueblo y se había desarmado a la escasa guarnición que allí se encontraba. Recibimos a Don Sebastián y tras el orondo preboste del apostadero nos encaminamos a su palacio, que no era sino la casa principal del asentamiento, una edificación de dos plantas rodeada de una empalizada con un jardín que veíase luchando de manera agónica por parecerse a un trozo de aquel Flandes en primavera. No hay mucho que relatar entre este momento y nuestra partida, no cometimos atrocidades, ni abusamos de nuestro poder, tan sólo reclamamos lo que con Don Gustav habíamos pactado y que cuestionamos su confirmación a Don Albert Van Driessche, que con tal nombre se presentó. Para ayudar en su tribulación dispusimos de mas de 45 bocas de fuego desde tierra y mar y 200 hombres listos para convencerlo si no acababa de tomar decisión en aquel momento. No llegó la pólvora a ser humo, ni las espadas a correr sangre, se cumplió aquel pacto. Entregamos el bergantín con sus cañones en el fondo de la rada, recogimos provisiones frescas, oro y plata, a dos arrobas en oro y casi los ocho quintales de plata, rechazamos con amabilidad el té que albergaban en sus tinglados y por cortesía de nuestro rey le dejamos una bolsa de doblones de a 8 y a 4 para no permitir que no hubieran de presentarse en medio de la indigencia ante sus aliados japoneses.

Con orden y con la gloria de robar al que antes nos lo quiso hacer a nos, viramos el ancla de un panzudo San Francisco que algo torpón enfiló el rumbo hacia el sur, hacía aguas abiertas antes de enfilar las más de tres mil leguas que nos separaban de nuestro hogar. Perdimos de vista el apostadero, la mar se abría en ciernes frente a nuestras cansadas miradas deseosas de saberse en camino. Gritos de victoria, abrazos entre todos como si Acapulco estuviera a menos de una legua. Era verdad, estaba en sus mentes, estaba en nuestras mentes, reitero su realidad pues en ello creíamos y si la fe nos demuestra que nuestro señor nos ve ahí arriba, esta fe nos demostraba que Acapulco estaba a un roce de nuestras manos.

Entre tanta celebración y expresión de júbilo, aquella mujer, de nombre Ayame, nos observaba sin expresión alguna desde el alcázar de popa, mientras alternaba su mirara con aquella tierra que nunca mas vería…

miércoles, 20 de agosto de 2008

Oro en Cipango (31)

…No hubo elección posible, no existía posible duda; el piloto holandés era consciente de la determinación de Don Sebastián y sólo quedaba salvar la poca honra que quedaba, junto a las vidas de los que seguían en aquel mundo tan alejado de la tierra donde cada uno había nacido. Pero dejemos esto por un momento, la mañana siguiente de aquella escena entre ambos capitanes comprobamos cómo el horror es capaz de manifestarse de las formas más inesperadas para cualquier alma, sea esta del origen que sea. Hacía más de una hora que ese sol sempiterno, siempre adelantado en aquella tierra, donde son su brillo y el susurro del viento sus deidades más profundas aunque las disfrazasen de nombres indescifrables para un sencillo cristiano como el que estas letras les escribe. Como decía el sol ya empezaba a acortar las sombras de los nuevos mástiles del bergantín, cuando un soldado de la guardia que mantenía Don Sebastián en la zona donde se encontraban los botes, el junco y los materiales de reparación como escolta protectora, alcanzó con uno de los lanchones el costado de nuestra nave desbordado en su estado de ansiedad y nerviosismo. A tal hora de la mañana ya prestos nos encontrábamos todos los hombres en camino cada quién de sus tareas de reparación y limpieza, que se mantenían organizadas por nuestro piloto mayor. Razón por la que, antes de que alcanzara la cubierta del San Francisco, ya estábamos Don Sebastián y el que esto escribe esperándole a pie firme sobre esta.

- ¡Capitán! ¡Es horrible! ¡Una masacre, no sé cómo ha podido ocurrir! ¡Una masacre!...

Aquel hombre, blanco como si recién hubiera brotado de la tierra, sus ojos salidos de las órbitas, las manos temblorosas, rojas de sangre desteñida por el contacto con el agua de mar, aquel hombre no era capaz de mas y se derrumbó como un náufrago recién rescatado del proceloso océano. Don Sebastián mandó zafarrancho y prevención para el combate, envió dos lanchones hacia la orilla con la orden de defender aquella cabeza de playa en que ahora se había convertido con pólvora y sangre si eso fuera menester. Aguardamos impaciente a que nuestro cirujano reanimase a aquel soldado de nombre Alonso de Gálvez, verdadero fantasma del que vi días antes arcabuz en mano sobre el aparejo. Al fin llegó el momento de saber por aquel hombre lo que estaba ocurriendo, Gálvez poco a poco volvió en sí.

- Mi capitán, he vivido guerras por nuestro rey, he cortado gaznates, han cortado los de mis hermanos, hemos llorado, sufrido, he visto cadáveres, resisto por costumbre ya ese aroma profundo que la muerte deja a su paso entre tantos combates, pero siempre con una bandera, un grito y una pasión. Que Dios me perdone si todo eso fue pecado y estoy pagando en vida, pero nunca vi a toda esa gente así…
- Así cómo, soldado. ¿Qué gente? Vamos Gálvez, serénese, estáis a salvo. Bebed un poco más de este aguardiente que lograra reposar vuestro ánimo. Continuad, os lo ruego.

Bebió de un sorbo lo que quedaba de la frasca del capitán, tal brebaje le doto de arrestos para seguir.

- Hoy, cuando amaneció deje el puesto donde había pasado la noche con mi compañero Bernardo Gutiérrez y decidí acercarme a la zona donde debían estar los japoneses. Aquella noche no habían encendido hogueras y no se escuchaba alma silbar desde ninguna parte. Teníamos órdenes de usía de no aproximarnos mas de 30 varas de ellos, pero sospechaba algo, creía que había preparado algún ataque, así que previne a Gutiérrez y me encaminé a su zona de la playa. Conforme me fui acercando comprobé que estaban dormidos, algo que dado el carácter de su capitán me extrañaba doblemente, por lo que grité por dos veces sin recibir respuesta alguna. Decidí continuar hasta que mi arcabuz cayó al suelo, no creía lo que veían mis ojos. Todos los hombres se mantenían tumbados con la mirada abierta hacia el cielo, enormes manchas oscuras rodeaban sus cuerpos. Alguien los había degollado sin resistencia, con mi espada desenvainada, me acerqué hasta poder golpear sus pies, todos estaban muertos, desangrados, degollados, pero, ¿por quién? Sólo su capitán estaba armado y unos pasos mas adelante obtuve la respuesta, pues pude comprobar a este cómo claramente se había suicidado con su espada japonesa. ¡Los degolló su capitán! ¡Os juro que lo que cuento es tan cierto como que moriré, mi capitán! ¡Padre, padre, deseo confesar!

Mientras Gálvez, lloroso confesaba sus pecados ante el Padre Ruiz, encaminamos nuestros pasos hacia la playa. Todo lo que Gálvez había relatado era cierto. Las moscas invadían ya aquella espeluznante estampa de ciega fe. Comprobé que aún se podía ser más fanático que nuestros vicarios del Santo Oficio.

- Alférez Sebastián, entierre a estos hombres lo antes que pueda. Dudo que necesiten bendición cristiana allá donde parece que decidieron ir. ¡Vámonos de aquí cuanto antes! ¡El resto de los hombres duro con el bergantín! ¡Sacad todo lo que pueda valernos del junco y quemadlo!

Enterramos aquellos cuerpos, que no por estar muertos sino por la forma de haberlo hecho, algo que nuestra cultura no estaba acostumbrada, hizo que nos costará más que nunca dar sepultura. Pasaron dos jornadas más en aquella playa ya de ingrata estancia y el bergantín ya era de nuevo, su proa parecía esperar con ansia las millas de mar avante que volvía a tener como promesa del viento. Casi sin despedida viramos el ferro, tan solo una cruz en lo alto de la colina como reseña de nuestro paso por aquellas dos islas de contraste entre victoria y dolor.

Fueron tres singladuras de constante viento y sin contratiempo alguno hasta casi alcanzar el sur de la gran isla Japonesa. Don Gustav nos indicó dónde se encontraba su base comercial y las defensas que mantenían en aquella isla que parecía llamarse Hirado. A media jornada de arribada fondeamos protegidos del canal de acceso y el posible avistamiento por parte de los que allí se encontrasen. Tocamos a silencio y zafarrancho, establecimos guardias sobre lanchón para avistar un posible navío holandés que aproximase sin previsión. Mientras, desde nuestra recogida rada, a la que bautizamos con el nombre de Bahía del San Felipe en honor a nuestro Rey, nos reunimos para preparar la entrada sin sobresaltos a la factoría comercial holandesa. No podíamos fallar en este soñado último esfuerzo antes de enfilar nuestro deseado Acapulco.


Amanecía en la rada, después de recibir las novedades de nuestros dos lanchones de observación, nuestro comandante dispuso el zafarrancho de forma general, mechas prestas en las baterías, mosquetes, arcabuces, todo dispuesto para un ataque en toda regla desde el San Francisco que zarpaba con varias millas mas a popa fuera de la vista del objetivo mientras el Bergantín se aproximaba al lugar con cien hombres armados bajo la cubierta, junto a los cañones así también listos para abrir portas y hacer fuego; sobre el alcázar de popa acompañábamos a Don Gustav, mi buen Sebastián y el que esto relata que tensos acercábamos cada vez más a sus muelles…