martes, 18 de marzo de 2008

Mas vale morir una vez (3)

...En diez jornadas terribles arribé a Trujillo en mi camino hacia el norte, donde cambie de vestidos intentando aparentar la honradez que me faltaba con ropajes mas propios de caballero. Sin causar sospecha alguna, que la plata del rey es remedio de Fierabrás, partí en mi búsqueda de Panamá. Un jornada de trote constante reventó a mi fiel yegua, que la fidelidad no la dan los papeles de un escribano sino la verdadera libertad en la elección. Con la yegua a punto de dejar esta vida me tope con la villa de Cherrepe. Fue allí donde vi por primera vez aquella pequeña escuadra poblada de gentes de los mas diversos oficios, mujeres incluidas. Me informé acerca de su destino y comprendí que aquella era mi segunda oportunidad, mi segundo carromato hacía la libertad. Subí a bordo de la Santa Isabel pues los lugareños me dijeron que era “La Almiranta”. La parada en Trujillo fue providencial.

- ¿Qué deseáis, señor?
- Mi nombre es Martín de Oca. Soy caballero de fortuna y me encuentro de paso hacía Panamá. Me han dicho que sois una expedición de conquista y colonización de islas al oeste del mar del Sur.
- Así es, Don Martín. Zarpamos con la marea de mañana hacia Paita para hacer la última aguada y provisión y ese rumbo tomaremos con la ayuda de Dios.

Aquella era mi oportunidad y debía quemar mis propias naves en el empeño.

- Mi capitán, si así me permitís que os nombre. Me ofrezco como voluntario. Soy diestro en las armas, tengo dinero para pagar mi manutención y lo que es mas importante, mi palabra de hidalgo de Castilla. Aquel hombre no era el capitán. Me miró con un cierto brillo en la mirada, la oferta era interesante, no hay muchos voluntarios de aquel porte que deseen embarcar por la buenas. Me indicó que esperase y se apresuró a ver a otro hombre que departía en el castillo de popa con una bella mujer, una dama de semblante sereno, de piel bronceada y gestos claros. Desde allí aquel hombre hizo un gesto a la dama, retirándose esta y con paso decidido se acercó a la plancha de embarque donde me encontraba.

- Me dice don Pedro que deseáis embarcar. Os llamáis...
- Martín de Oca, Señor. Hidalgo castellano de la noble Lerma en la vieja Castilla. Creo que mi viaje a Panamá puede esperar y que podemos ayudarnos mutuamente, vos a mí en embarcarme y yo a vos con mis brazos en lo que se presentare.
- Mi nombre es Álvaro de Mendaña y como os ha informado mi capitán, Don Pedro, vamos en expedición al servicio de su Majestad Católica. Antes de embarcarse, entregue sus armas a Don Pedro, en la mar necesitaremos brazos, valentía y fe, la pólvora ya se hará necesaria cuando arribemos.

Don Álvaro se retiró al su camarote a popa mientras me sentía libre de nuevo, esta vez la sensación iba acompañada de la ilusión por ser partícipe en algo grande y, Dios es testigo, a fe que lo fue.
Mientras seguía a Don Pedro pude observar la intensa actividad a bordo del Galeón, marineros que acarretaban provisiones frescas, animales vivos cruzándose en el camino, velamen de respeto que embarcaban con el cabestrante. El aire que se respiraba portaba la intensa fragancia de la ilusión mezclada del temor a lo desconocido, un gas que poco a poco me inundó con tal profundidad que creí poder percibir el olor del trigo en plena cosecha cuando era niño. Era feliz, me sentía feliz, ya no me importaba mi destino sólo disfrutar del regalo que me había puesto nuestro Señor en mi cuenta del debe.

- Muy bien Don Martin, estos serán vuestros acomodos, quizá no sean de su rango pero es lo que dispone la Armada de su Majestad.
- Son perfectos después de pasar días sobre las grupas de una yegua y noches en húmedas ciénagas, muchas gracias capitán. Por cierto. ¿Quién era la dama que acompañaba nuestro almirante?
- Os habeis fijado, ¿eh?. Y no os equivocáis en la elección de la bella señora Doña Isabel. Procurad mantener vuestras piernas y vuestras miradas lejos de ella. Don Álvaro es hombre de pocos miramientos con los que merodean su esposa.
- Gracias por el consejo.

Don Pedro se alejó mientras me acomodaba en aquel sucio coy, sobre el que mi vida se iba a balancear durante muchas jornadas. La escasa luz de aquella pestilente bodega no dejaba ver a la mayoría de los compañeros de singladura. Dejé mis cosas, salvo lo de valor, y volví a cubierta donde el fuerte viento del orgulloso Perú me rodeaba como queriendo darme un adiós para siempre.

Zarpamos con la marea como bien me había indicado Don Pedro. Navegamos barajando la costa hasta hacer otra arribada en la aldea de Paita, para dos días mas tarde, aquel 16 de abril de 1595, con viento fresco del este volamos hacia el profundo Pacífico en busca del Oro del Rey Salomón...

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