miércoles, 26 de marzo de 2008

Mas vale morir una vez (9)

… Dos cosas se sucedieron de forma premonitoria, la muerte de Don Álvaro al día siguiente y las primeras luchas internas dentro de nuestro pequeño fortín varios días después. No teníamos con nuestros recursos en hombres la posibilidad de control de aquella isla si no existía la cohesión necesaria, por lo que nos limitábamos a hacer pequeñas batidas en las zonas mas cercanas a la villa. Desde los navíos conseguíamos pesca para comer con facilidad. Antes de la muerte de Don Álvaro ya habíamos circunnavegado los límites de la isla quedando convencidos de la bondad divina de la primera recalada. La situación empeoraba, los hombres acostumbrados a ser los dueños de la tierra no aceptaban permanecer allí encerrados. Gracias a los fieles marineros, que de eso si entendían, conseguimos mantenernos una semana más.


Fue la noche de difuntos, lo recuerdo como si la cubierta de madera que piso fuera la tierra húmeda de Santa Cruz, varios colonos nos tendieron una trampa en la que caímos como infantes.


Uno de ellos apareció frente a la puerta de la empalizada con la anochecida ya en ciernes pidiendo auxilio.
- ¡Ayuda! ¡Nos atacan los indios! ¡Ayuda!
- ¡Qué os ocurre, hablad!
- Don Martín, por su alma, los indios han capturado a dos colonos, a Juan Lastra y Manuel Pérez. Os suplico por los tres nos perdonéis, pero tuvimos un arrebato y salimos fuera de la villa. No pensábamos alejarnos mucho, ni que esas criaturas endemoniadas nos estuvieran esperando a traición.


- ¡Está bien, ya lo pagaréis! ¡Don Pedro, quédese aquí al cargo de los hombres! ¡Los de la guardia conmigo, las mechas prendidas, y balerío en condiciones!


Salimos decididos a salvarlos de lo que suponíamos una muerte segura. Al fin y al cabo ello sería la justa respuesta a nuestros modos para con ellos desde que el brillo iluso del oro enloqueciese a nuestros hombres. Fue al alejarnos unos doscientos pies cuando escuchamos dos tiros de pistola en el interior de la villa.


- ¡Alto! ¡Qué fue eso!

Quedamos expectantes, pendientes de algún ruido, explosión, algo clarificador que explicase las salvas tras la empalizada. No faltó mucho, dos salvas mas y el grito de auxilio de algunas mujeres respondió a nuestras demandas.


- ¡Doña Isabel! ¡Maldición, es una trampa!

Con agilidad hice señas a los diez hombres que conmigo venían, continuamos como si nada hubiéramos escuchado para no despertar sospechas. Nuestra situación en aquel momento era de inferioridad frente a lo que ignorábamos ocurría dentro. Lamenté no haber encerrado a Luis Carreño, tenía que haberme dado cuenta que su actitud encerraba la marca de un traidor. No disponía de pruebas, pero albergaba razones a quintales para creer en el liderazgo de aquella rebelión. Don Pedro era un buen marino, pero no estaba hecho para el combate pie a tierra.


Una vez ocultos en la selva y con la noche en plenitud ordené a Francisco Maseda junto con tres hombres alcanzar a nado la “Santa Catalina”, pues era la más próxima a la orilla. Mientras esto hacían, fuimos acercándonos desde la orilla norte hasta estar a “un asalto” de la empalizada en su parte más débil, metida ya en la mar. Esperábamos la señal convenida con ellos al subir a bordo de la fragata. Confiábamos en la marinería, en su fidelidad y en que no estaban al tanto de la rebelión. Mi padre muchas veces me había relatado las viejas historias de Don Rodrigo, el Cid, de cómo su valor y la confianza en los suyos le hizo grande; en aquel momento mi Padre y don Rodrigo Díaz eran los patrones a los que encomendaba aquella acción., valor y confianza.


Pasó casi una hora, o eso nos pareció a ras de la orilla. Desde dentro de la villa no se escuchaba ningún ruido. Seguramente todas las bocas de pedreros, bombardas y arcabuces apuntaban a la entrada para dejarnos “en el sitio” a la menor ocasión. Por fin la señal convenida, la fragata maniobró con las dos anclas de proa y popa para plantar su cara de estribor a la villa. Un fogonazo, seguido de la detonación sacó a toda la bahía de la tranquila anochecida de difuntos. Mi orden era la de disparar la primeras dos salvas sin bala mientras nosotros, en la confusión reinante nos hacíamos con los cabecillas. Si en media hora no había respuesta por nuestra parte, tenían orden de arrasar el poblado hasta su rendición completa.


- ¡Santiago y cierra, España!

Los siete nos desplegamos en una carga suicida con la ayuda del efecto sorpresa. Fue muy sencillo inutilizar a los que servían los cañones, devolviendo estos a sus verdaderos “dueños”. La villa quedó tomada sin heridos, salvo la casa donde residía Doña Isabel. En ella se hicieron fuertes cuatro colonos y Luis carreño con Doña Isabel y Don Pedro como rehenes. Dimos la señal convenida a las naves desde la que desembarcaron varios esquifes para ayudar en el control de la rebelión. Después de un manso tiroteo abatimos a dos colonos y el tercero se rindió. Ya solo quedaba Luis Carreño que se sabía hombre muerto si se rendía. No quedó mas remedio,


- Francisco, coge a un grupo y entra en la casa por detrás. ¡Cuídate de no prevenirlos con ningún ruido! Yo entraré por la puerta a muerte. La coraza detendrá lo que dispare y si no muere de mi pistola lo hará de mi hierro. No habrá rendición, mátalo si me mata.

- Como ordenéis. Os deseo toda la suerte, Capitán. Estaremos detrás para liberar a Don Pedro y a Doña Isabel.


La suerte estaba echada, si moría lo haría como Capitán, defendiendo la vida de Doña Isabel. Si no caía, nada quedaría ya entre Doña Isabel y mi corazón, salvo su deseo...



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