Cada mesnada, cada señor organizó a sus hombres en las guardias necesarias para su nocturna protección. Como caballeros y señores de tantas guerras de Dios, sentían que la batalla se ganaría al amanecer del nuevo día. Más, antes que como caballeros, en algunas almas se opta por la victoria al precio que sea y esto fue nuestra pérdida. Tales acciones ya son algo que, varios siglos después de la infausta batalla que les narro, se vive y lamenta en mayor medida, baste hablar con los soldados britanos y su poco honroso proceder en tantos combates librados por nuestro señor Don Felipe allende nuestras fronteras imperiales, en este siglo ya del XVI. Pero continúo con la épica de tal combate.
El califa ordenó armar a los hombres según el plan previsto el día anterior. Sobre la medianoche, con la nocturna traición de una luna que apenas crecía encaminaron de forma ordenada y en calma silenciosa hasta plantarse frente a los cristianos en la raya del puro amanecer, la guardia del campamento cristiano no tuvo ojos para tanto sobresalto. Fue Don Ordoño García de Roa quién avisado por la guardia, alcanzó el primero la loma desde donde se podían presenciar las huestes musulmanas en perfecto orden de combate. Sus cientos de banderas al viento en espera para la justa de Dios era un espectáculo que amedrentaría a quién no se sintiera seguro de su razón.
La alarma se dio como si el fin de la nada comenzara por aquella llanura. Nuestros ejércitos se armaron de forma rápida, sin un verdadero orden de marcha. Caballerías, bagajes mal ajustados, armas apuradas a la cota de malla de forma perentoria. Aún así Don Alfonso pudo arengar a las mesnadas, los gritos de júbilo mezclados entre gestos de sorpresa precedieron a la furia de saberse superiores en número y razones. El ejercito cristiano manteniendo el código de honor ante un reto marchaba hacía el combate. Don Diego, con Don Guzmán y nuestro Tello mantienen la vanguardia, tras de si los alféreces de cada mesnada con sus banderas señalando el lugar del encuentro final.
¡Por Castilla! ¡Por el Rey! ¡Adelante!
Una vanguardia con mas de quinientos caballeros con cinco mil peones al grito unísono del combate ciego cargaron contra las tropas musulmanas que se desplegaron en perfecto orden para recibir semejante ataque. Una lluvia de flechas diezmaron a los primeros castellanos, mas estos continuaban en su carga mortal mientras los infieles permanecían estáticos con su estructura de robusto valladar humano. El choque llegó al fin, las espadas de recio acero probaron el dúctil pero afilado acero del islam. El empuje de los cristianos comenzó a abrir brechas sobre la vanguardia infiel. Relinchos que se confundían entre los gritos de hombres que todo daban pues todo podrían perder.
Don Diego como cuña de acero abrióse paso hasta llegar a una de las banderas del jeque, pero aquello fue a lo que la mano del Dios verdadero pudo alcanzar. Ahí fue cuando el Califa, con el valor que tiene los que en verdad son señores de hombres apareció con sus segundos hasta hacer llegar la razón de la lucha avoz en grito. Sus soldados lo vieron, la situación tornóse en furia árabe, el otrora empuje cristiano se tornó a resistencia mortal. El empuje almohade se convirtió en oleada de un mar encrespado, furioso y sin derecho a cuartel. Don Alfonso, mantenido hasta ese instante en segunda línea de combate, se lanzó a uña de caballo para entrar a combatir junto a sus magnates, a sus peones. Las espadas se tornaron en manos sobre manos enemigas, pies sobre cabezas agonizantes, furia y ceguera sangrienta sobre mas sangre. Don Alfonso, con la furia de la derrota en ciernes inesperada, se arrojó al combate sobre alfanje moro que frente a él se plantara. La situación tornóse de gris a negra cuando el sol, testigo impasible de aquella carnicería despuntaba en su cenit. El séquito del Rey suplicó y consiguió convencer a Don Alfonso de la retirada hacía Toledo.
Don Diego López de Haro, en la vanguardia entendió las señales desde la loma cristiana
- ¡Todos los hombres al castillo! ¡Pecho al moro!
El castillo incompleto de la villa de Alarcos era la salida para dar respiro al Rey en su retirada hacia Toledo. Mientras menos de cien caballeros escoltaban al rey, furioso por semejante derrota y pérdida de tanto valioso paladín en una lucha que ya cuadraba los siglos, Don Diego y sus hombres se retiraban hacia el castillo.
- ¡No, la espalda, no, pecho al moro, por Dios!
El pánico, el terror vuelve ciego a quien se deja invadir por este. Muchos de los peones, de los caballeros, dieron la espalda a las huestes musulmanas, enfervorecidas por la victoria que sentían en sus manos, algo letal pues sus vidas ya solo fueron un mero reparto entre los aceros victoriosos. Aquella escabechina detuvo a los moros por la miseria del saqueo, algo que nadie se libraba de hacer en tales batallas. Esto dio respiro a Don Diego y sus hombres, pudiéndose los que a pecho se mantuvieron, recogerse y presentar cara su vida desde el castillo.
La derrota era ya un hecho, los ejércitos del Califa campaban a sus anchas por los campos de Calatrava, Malagón. Desde el castillo solo quedaba resistir los embates y el ímpetu almohade tras aquella resonante victoria del Islam. Don Diego y Don Guzmán se repartieron lo que había de parapeto defensivo.
- Don Diego, mis hombres y yo reforzaremos el adarve del castillo junto al foso, mientras vos mantenéis la vista y los arqueros de que se dispongan entre las dos almenas. No habéis de preocuparos por nuestras vidas. Esos perros infieles están recogiendo el botín de la sangre de nuestros muertos. Mientras esto hacen, nos alistaremos en las piedras levantadas. Vos mantened el castillo desde las almenas. Si son como espero, les daremos trabajo y acabarán despreciando este pequeño trofeo frente a lo que ya poseen.
- ¡De ninguna manera, no podemos perderos a vos ni a más hombres y el adarve es demasiado débil para sostener la lucha! Moriremos todos juntos por Castilla.
- Haced caso de quien se ha batido ya con ejércitos victoriosos. Alcanzada esta prefieren disfrutar vivos de sus prebendas. Además creo que uno de esos traídores de los Castro está con ellos. Traidor a nos lo fue desde León y ahora lo es con el moro, pero espero que aún su alma sea de cristiano y con la ayuda de Dios quizá abra e ilumine este cielo hoy tan proceloso.
Don Diego miró con orgullo a aquel castellano de honra y valor y con un abrazo metálico rubricó aquella larga conversación en medio de humo, gritos, gemidos y olor a tierra quemada.
- Solo una cosa os demando a vos Don Diego López de Haro, señor de Vizcaya, y es que si mi muerte se cumple, como así lo supongo, os hagáis valedor de mi hijo Tello. Aquel muchacho que con vos cerró el frente en nuestra retirada. Es fruto de mi sangre y os juro por el honor de los Pérez de Carrión que batirá su acero por vos y por Castilla como lo haré yo hasta mi último suspiro.
Miró Don Diego hacia el almenar donde estaba Tello organizando a los arqueros con maneras ciertas de soldado.
- Os lo prometo, por mi honor y por la vida que me queda. ¡Don Tello, venid, vuestro padre os reclama! Que Dios, nuestro señor os guarde allá donde decida llevaros. ¡Por Castilla!
Se despidieron. Don Diego encaminó sus pasos al almenar a medio construir donde momentos antes Tello mandaba a los arqueros. Tello se cruzó con él, un esbozo de sonrisa pudo Don Diego distinguir entre la cara tiznada de negro por los fuegos y rojo por la sangre mora y cristiana, fruto de la violencia de la guerra entre hombres que se creen dioses por instantes eternos.
2 comentarios:
Estás tan inspirado amigo mío, qué bien.
En el otro capítulo te hago una pregunta de este relato, por ahora dejo que me sorprendas.
No dejes de escribir, jamás.
Te dejo un abrazo.
Alicia
Inspiración e imaginación no te faltan, Blas, al leerte parece que una está en medio de la batalla.
Besos
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