sábado, 25 de octubre de 2008

Entre Alarcos y Las Navas (9)

…Las frías paredes de la capilla de La Asunción eran ya sus mudos testigos de tal vela sobre las armas de su probada hidalguía. La espada de su padre, brillante como plata verdadera, descansaba sobre un cojín carmesí justo bajo el altar que coronaba la pequeña capilla. Con el invierno como dueño y señor temporal de aquellas tierras, no sobraba la manta coronada de blanco armiño que su madre le dio para soportar el tiempo de espera hasta su ordenación como hombre de armas noble y leal, tal y como se esperaba de un caballero castellano.

Intercambiaba los momentos entre las oraciones, aprendidas en la tierna infancia de boca de Doña Sancha, apoyado en el reclinatorio que miraba con humildad hacia la imagen de Nuestro Señor y los paseos entre los tres pasillos que separaban los escasos bancos entre si y las paredes de la capilla. En aquellos largos, gélidos y calmos momentos en los que la paz en silencio era su compañera, los recuerdos vividos, las imágenes retenidas entre sus ojos como dedos de gavilán sobre débil presa llenaban su mente. Las correrías con su padre, la caza, las algaras contra el vecino leonés, las luchas contra los infieles, la muerte vestida en la imagen de su padre caído en Alarcos. Berengaria, su hermana con la que tantos momentos compartió hasta dejarse ambos, la una por su matrimonio con Dios y él por el camino de la guerra.

Mitad sería ya de larga vela por las armas de caballero cuando un ruido entre tanto reino del silencio sobresaltó sus pausados pensamientos.

- ¿Quién va? ¡responded!




La princesa Berenguela con sigilo y rapidez se presentó ante Tello. Con un gesto le pidió silencio. Tello no necesitaba de tal ademán pues mudo al verla se había quedado.

- Majestad, qué extraña visita la de vos. Sabéis que no debo a nadie ver en este trance…
- Lo sé, Tello. Mas solo vengo porque sé que no podré hablar con vos de forma sincera en ninguna mejor ocasión que la que aquí se nos presenta. Si consideráis que mi presencia no es decorosa me retiraré sin sentirme por ello ofendida en mi dignidad.
- ¡No, por Dios que ahora nos ve! Quedaros y decidme lo que deseáis decir que os escucharé sin interrupción alguna.

Tello no mentía, pues nada se le ocurría más que aprovechar aquél maravilloso momento en el que podía mirar, observar y memorizar cada gesto, cada pliegue de su rostro que era lo único que dejaba ver su extremo vestido de tono oscuro como el de monja en monasterio. Berenguela estaba tan nerviosa o mas que cuando la enviaron a casar con aquel príncipe teutón de nombre Conrado con nueve años de pura niñez.

- Tello, así os llamo pues os he trabado confianza estos meses en los que nos habéis escoltado por las tierras de nuestro padre que circundan Burgos. Vuestra presteza en hacernos la vida sencilla entre los rigores del duro invierno, vuestra calidez junto a nos bajo los muros de este recio monasterio y vuestra presencia humana me ha llenado el alma de deseos inconfesables que, como futura madre de reyes no debo decir.
- Majestad, yo…
- Déjame continuar, Tello. Por ello deseo que mañana, al alba cuando ya seáis caballero por la espada de mi padre y señor nuestro, llevéis para siempre este presente como prenda de lo que siento por vos.

Berenguela, la que algún día se conociera como La Grande, con la mano trémula por ser momento de tanta confesión ante hombre por parte de quién a nadie se debía, le entregó un colgante de forma circular. En su centro una cruz labrada a la que rodeaba la frase en latín “Enséñame Señor a cumplir tu voluntad”. Colgaba este de una cadena de oro que junto al colgante alumbraba por si sola, si cabe, aquella estancia pobremente alumbrada por seis velas que custodiaban el altar. Con suavidad ante la cabeza inclinada de Tello la colocó en su cuello. Solamente el ruido del metálico roce entre cadena y colgante y los suspiros de ambos corazones se podían escuchar. El colgante, brillante apoyado en el pecho de Tello, las miradas fijas entre ambos como si nada mas fuera necesario decir, fueron el sello a aquella corta conversación.

- Ahora, Don Tello, os deseo fortuna y gloria en vuestra lucha por Castilla, mi corazón seguirá en el vuestro, mas mi cuerpo habrá de seguir las derrotas que marquen nuestro Señor y nuestro reino, como el de Vos. Suerte, Don Tello, siempre cabalgaré con vos.

Tello nada dijo, nada podía decir, tan sólo contemplar como su dama, su princesa abandonaba como había entrado aquella capilla. Se apoyó sobre el reclinatorio y entre rezos, lágrimas y suspiros de incompleta felicidad esperó la llegada del momento culmen, algo ya eclipsado por el pasado.

La hora llegó. Don Diego, los Lara, Don Álvaro y Don Nuño, varios caballeros presentes mas que después cabalgarían hacía la lucha, se presentaban ante Don Alfonso y Don Tello para ser testigos de aquella ceremonia.

Don Alfonso, antes del golpe de su regia espada como confirmación de su nobleza, esto le dijo a Tello Perez de Carrión


»Doncel, escuchad qué cosa
La caballería sea.

La caballería dice
Lustre, honor, lauro, nobleza;
Home noble no hace tuerto
Ni de burlas, ni de veras.

Jurad cumplir y guardar
Estos votos y promesas:
Que amaredes al gran Dios
Que nos cría y nos conserva,

Que su ley no negaredes
Y que moriréis en ella,
Que a vuestro rey serviréis
Y al que en pos derecho tenga,

Que non llevaredes sueldo,
Sin pedirle la licencia,
De otro rey ni de home rico
De otra bandería o secta:

Que cuando fallado fuereis
En las lides y en las bregas
Antes que fuyades vos
Fincaréis muerto en la tierra;

Que seades el amparo
De las viudas y doncellas
Y de injustas demasías
Las venguéis a viva fuerza;

Que en los vuesos razonares
Non mostredes la soberbia
Porque ser bien mesurados
Es cosa que mejor sienta:

Que a sacerdotes y ancianos
Les catedes reverencia,
Que a nadie retéis a tuerto,
Que eso villanía fuera.

Otrosí: que en las tres Pascuas
Comulguéis en las iglesias
Confesando los pecados
Con propósito de enmienda.

Vos lo juraréis cumplir
Sin faltar coma ni letra,
Yo vos vestiré las armas
Ya bendecidas y nuevas

Y al darvos la pescozada
Después de la espada puesta
Vos, a guisa de vengarvos,
Contra mí tiraréis de ella.» [1]

Don Alfonso, así terminó su discurso y sin dilación alguna tocó con su espada el hombro.



- Ceñiros vuestra espada de caballero, pues ahora lo sois, Don Tello de los Pérez de Carrión.

Con la espada ceñida, el alba ya abierta y con el anuncio del sol en pronta arribada, silenciosos y prestos los caballeros y sus peones comenzaron el camino del Infantado en soledad y sin demora...

[1] Padre Juan Arolas, (1805- 1843)

4 comentarios:

Armida Leticia dijo...

No se que decir...sólo, que me gustó mucho.

Saludos desde México.

Anónimo dijo...

Toda una declaración de amor... cuántas emociones juntas.

MATISEL dijo...

Qué creatividad tienes, no paras, lo tuyo por escribir es pasión, y además lo haces muy bien.

Besos

lola dijo...

Las dos partes del relato me gustaron, la plática con la princesa y cuando lo arman caballero.

Saludos.