jueves, 20 de diciembre de 2007

Alejandro (3)

... Abrí los ojos, tan solo veía el color oscuro de agua turbia que descargaba de forma perenne la Ría. El estómago lo sentía en la garganta, había escuchado tantas veces esas historias de la Guerra Civil, las separaciones, las muertes en frío de vecinos por una linde del campo, por un rechazo no asumido; verlo, vivirlo fue distinto.
- No tengo palabras, Alejandro.
- Es normal, no te aflijas, eso ya pasó y ahora ya no importa.


El viento amainaba, la lluvia era inminente así que Alejandro me indicó que le siguiera. No sabía la hora que era, ni siquiera el tiempo que llevaba con él, le seguí de forma mecánica hasta el faro antiguo que cerraba el puerto deportivo, en el que entramos sin necesidad de llave, ni apertura de su vieja puerta. Atardecía y, como buen faro, comenzó a girar el candil con su luz un cuarto de hora antes de la retirada del sol. Nos sentamos cada uno en una de las dos desvencijadas sillas que en alguna época sirvieron al farero que servía aquella estación; ahora estaba todo controlado por un software fabricado en China. Solo escuchábamos el ruido mecánico del candil al girar sobre su eje. Miré el reloj.


- No te preocupes, da igual lo que diga tu reloj, llegarás a tu hora con tu familia. Pero, déjame que siga con mi historia...


... hacía ya un año que estaba solo, Antón en su última carta de hacía ya mas de seis meses le contó que estaba en un pueblecito cerca de la ciudad de Exeter llamado Chesterfield. Cada vez que leía aquella carta no podía evitar que le brotaran lágrimas de impotencia. Cómo le diría que Amelia, su madre, había muerto en uno de aquellos bombardeos de esa infame guerra. Decidió no decírselo y, en cuanto pudo, se marchó al frente del Ebro, allí era donde creía que sería más útil, al fin y al cabo los oscilantes nacionalistas no le parecían de fiar como así ocurrió unos meses mas tarde. Por lo menos él debía cumplir la palabra dada a su hijo. Eso, o morir en el intento.

De la mano de esta burbuja del tiempo saltamos a la plena batalla del Ebro, ya entrado el otoño por la cantidad de árbol con la hoja perdida. Me encuentro dentro del propio Alejandro, es él quien me lleva al frente. Qué darían algunos historiadores por tener este puesto de observación tan privilegiado. Podía sentir de alguna forma su sentimientos, su miedo, excitación, angustia, rabia, dolor, cansancio, frío, me dejé llevar por la situación tal y como ocurrió y así pretendo contarla.


Estábamos en un pequeño pueblo llamado La Fatarella, al sur del Ebro. La situación se había estabilizado aunque los rebeldes nos estaban ganando la mano hacía varias semanas; aún así luchábamos con decisión y arrojo, realmente no teníamos ya nada que perder, era nuestra única oportunidad. Nuestras órdenes eran mantener la posición hasta la llegada de refuerzos y así poder hacer una ofensiva contra dos zonas fortificadas, con sus sendas ametralladoras y algún elemento de artillería ligera. Comenzaba a enfriar y nos faltaba ropa, en la trinchera nos juntábamos los libres de guardia cuerpo a cuerpo para darnos calor mientras de vez en cuando caía algún mortero o silbaba una bala perdida con ansias de sangre. No era ambiente de victoria lo que se respiraba allí, la desunión comenzaba a entrar por las rendijas de nuestro compañerismo. Sólo nos mantenía a pie firme en la trinchera el que la derrota solo significaría nada mas que la muerte o la persecución y eso era el mejor banderín de enganche para no desertar.

Dos días después al fin llegaron los refuerzos, un diezmado destacamento de tanques, de los cuales sólo cuatro podríamos llamarlos así, el resto eran camiones mal blindados. Llegó la hora al fin. Los preparativos se llevaron con una ansiedad inusual por nuestro capitán, Barrientos. Parecía como si los de enfrente tuvieran alguna deuda con él. La guerra todo lo acaba confundiendo, empiezas queriendo luchar por algo y acabas luchando contra tu vecino de fábrica, de piso, con tu antiguo amigo, en definitiva acabas por moverte contra algo con los peores y mas dañinos deseos.

Amanecía aquel día brumoso de otoño, los tanques marcaban la línea de ataque frontal. A nosotros, la “fiel infantería” nos tocaba hacer la carga junto a ellos a la orden de ataque de nuestro capitán. Este hombre, Barrientos, no superaba los 30 años y parecía que no iba a alcanzarlos. Llevaba el fanatismo propio de esta guerra inyectado en su mirada. Antes del ataque nos se dirigió a nosotros
- ¡Camaradas!, Ha llegado al fin nuestra hora, hay que destruir y exterminar a esos fascistas, son los enemigos del pueblo!. ¡Tenemos que echarlos de aquí hasta que se ahoguen en el Estrecho de un puntapie donde se pudran sus manos opresoras!. ¡Victoria o muerte!.¡Ni un paso atrás!
Mientras nos arengaba de aquella forma tan vulgar y predecible mi interior me decía que aquel podría ser el último día, no teníamos posibilidades con aquellos efectivos. Acaricié mi anillo de compromiso y palpé la última carta de Antón. Mi verdadera derrota se iba a cumplir, pues estaba casi seguro que no saldría vivo de aquel lugar.

- ¡Adelante, a por ellos!
Los motores de los tanques comenzaron a rugir y a moverse lentamente dejando una humareda negruzca a sus espaldas, algún camión blindado ya quedó enfangado. Mientras, yo como infante, ya estaba de nuevo solo con el fusil y lo que me permitieran correr mis piernas. Aquel nido de ametralladoras que tocaba a los de mi flanco comenzó a vomitar fuego según nos íbamos acercando, me rodeaban los silbidos y los ruidos metálicos de las balas golpeando el blindaje de aquello tanques. Yo gritaba como un energúmeno intentando aplacar mi miedo que quería gritar aún mas. A mi lado un mortero explotó deshaciendo en múltiples pedazos de humanidad sesgada, habían matado al cabo de mi brigada; yo quedé sordo de la explosión mientras corría y corría, adelantándome al blindado hasta que una punzada en mi vientre me paralizó, el ruido del tanque a mi espalda me hizo correr. Pocos segundos después note que me estaba orinando, “no hay tiempo para eso” pensé, seguí corriendo, ya estaban a tiro, comencé a disparar sin tino, lance las dos granadas el tanque cebó su metralla sobre aquellos soldados hasta que un proyectil los destruyó. Caí sobre aquel cañón humeante, no podía mas, los compañeros me alcanzaron y nos fundimos en un abrazo. Ya no salí de aquel abrazo, la hemorragia se había generalizado y morí a las pocas horas en aquel mismo nido de ametralladoras. Al final perdimos la batalla y Barrientos también “se vino” conmigo.



Como de una noria que se soltara de sus pernos, caí de nuevo a la realidad del ruido cadencioso del candil y la calma que irradiaba. Ahí estábamos Alejandro y yo después de aquella terrible batalla.

- ¿Sabes ahora por qué te necesito, Josu?....

1 comentario:

Anónimo dijo...

!!FELICIDADES!!

Otros tantos deleitándonos con tus escritos.

Besos