viernes, 21 de diciembre de 2007

Alejandro (4)

... - ¿lo sabes?
Alejandro solo obtuvo mi silencio por respuesta. Aún estaba deslumbrado por aquella mezcal de odio, sangre y destrucción, de dolor por aquella familia desgarrada entre tanta guerra inútil. Fuera ya había oscurecido, podían distinguirse las balizas rojas destellando incansables, rojas y verdes, avisando cada una de su riesgo.
- No se adonde quiere ir a parar. Estoy sorprendido e impresionado. Desde luego nunca había estado con un fantasma y menos me imaginaba que me separarse de él el candil de un faro. Soy todo oídos. Creo que de esta me van a encerrar.
Alejandro sonrió mientras se acercaba al cristal del faro que ofrecía la panorámica del puerto dormido después de un duro día de tráfico.
- Josu, lo que necesito es que entregues algo que encontrarás, si así lo aceptas, en el buzón de tu casa a nombre de Antón Arceniaga. Que lo hagas en mano y le expliques lo que te encontrarás en otro sobre a tu nombre junto al primero.
- Entregar, ¿a quién?
- A mi hijo que en estos momentos se debate entre la vida y la muerte en el Hospital de Basurto. El cáncer le ha invadido las entrañas sin remisión, es una derrota segura.
- Cuente usted con ello. Entonces vamos para…
No hubo más tiempo, aquella figura se esfumó de forma leve, sin darme tiempo a terminar de transmitirle mi opinión de lo siguiente que creía nos “tocaba” hacer. Me quedé solo junto al permanente candil que no cejaba de girar sobre su eje. La puerta estaba sin cerrojo por lo que pude salir y encaminarme a casa. Cuando miré el reloj no eran más de las siete. ¡No habían pasado ni 45 minutos desde que el sol se había retirado!. Todo aquello que me estaba sucediendo no podía ser real. Decidí no comentar todo aquello, sería un paseo algo más largo de lo normal.

El banco frente al Puente quedó atrás, apreté el paso, quería llegar a casa, sobre todo deseaba abrir el buzón, ver lo que me había contado el anciano y descubrir que todo había sido una alucinación, maravillosa e inolvidable, pero nada más que eso. Alcancé el portal y con manos temblorosas abrí el buzón. Allí estaban las dos cosas dichas por Alejandro. El paquete para Antón, un sobre de color sepia algo grueso atado en cruz con hilo de embalar, como los antiguos envíos de correos de mi niñez. Pesaba y sonaba algo metálico. A su lado un sobre más actual de color blanco con mis datos perfectamente escritos a mano. Los cogí junto con la propaganda de siempre con las mejores ofertas del hipermercado de la esquina y subí atropelladamente los cuatro pisos que me separaban de mi domicilio.

- ¡Hola a todos!, Ya estoy en casa.
Los niños estaban jugando juntos y corrieron a recibirme, Begoña, mi esposa salió en ese momento del baño con la toalla en la cabeza y nos besamos. No podía ocultarle aquello, estaba seguro que me lo iba a notar. Aún así la evité un poco, con la excusa de cambiarme de ropa me fui a mi habitación y me encerré en el baño. Abrí la carta que llevaba mi nombre mientras dejaba sobre el estante contiguo el paquete de Antón Arceniaga. Era larga y la leí con mucho detenimiento tuve que detenerme porque me volvían las imágenes de la batalla, de Amelia, de la guerra. Debió pasar mas tiempo del que estaban acostumbrados mis hijos pues estaban preguntando por mi. Conseguí leerla al fin y salí, había que cumplir que los niños no perdonan. Nos pusimos a jugar hasta que llegó la hora de poner la mesa para la cena. Entre tanto le comenté a Begoña que le contaría algo muy importante después de acostar a los niños. Ella se quedó algo intrigada pero le quité importancia y dimos esa tregua al momento.

Cenamos, acostamos a los niños como tantas veces, remolones ellos y un poco hartos ya después del día pasado nosotros. Nos sentamos en el salón con una copa de coñac para mi y el cointreau que tanto le gustaba a Begoña tomarse los viernes. Le expliqué todo, tal y como lo estoy escribiendo aquí a ella que casi se lo tomaba como una de tantas bromas que solemos hacer Carlos y yo a su mujer y a la mía. Todo cambió cuando le mostré los dos sobres, el de Antón y el mío ya abierto. Lo leyó con avidez solo interrumpida por algún sorbo de su copa. Al terminar, sus ojos delataban
- ¿Qué vas a hacer, Josu?
- Gracias, Begoña por creerme. Ya se que me habías creído, pero gracias de todas formas. Esta claro, mañana me presento en la planta de agudos del Hospital. Tengo que llegar antes de que muera. Si su padre se la jugó frente a un nido de ametralladoras, el control de enfermería de su unidad no puede ser obstáculo.

Begoña me besó cálidamente como ella sabía mientras el sabor dulce y frío del cointreau se mezclaban con el del coñac que acababa de apurar en la copa. Aún le quedaban horas antes de que amaneciese el sábado y encaminara mis pasos a conocer a Antón Arceniaga...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Siempre que leo uno de tus relatos pienso que es mejor que el anterior, y de este no puedo pensar lo contrario. Me encanta, enhorabuena

Anónimo dijo...

Este relato tiene la magia de regalar nuevas vidas, libres, plenas, a los afortunados a quien su autor lo regala. Gracias por la mía.