miércoles, 30 de enero de 2008

Malmö (6)


... Ya libres de las dos orillas enfilamos con rumbo Este Nordeste hacia el mar abierto. El teniente me pidió el sobre con las instrucciones. Lo saqué del cajón en la mesa de cartas del cuarto de derrota donde lo había metido. Intenté que no percibiera el temblor de mis dedos al entregárselo. Sin pausa lo abrió y fue leyendo el documento de una sola hoja. No esperaba nada, pero deseaba ver sus gestos. Nada, ni sonrisas, ni gestos de desacuerdo, acabó su lectura y me lo pasó a mí. Como podéis imaginar, también entendía perfectamente el alemán, así que acabé de leerlo con desesperación a cada línea que pasaba. No me sorprendió aquello que ordenaba, así que intenté sobreponerme y comencé a dar las órdenes oportunas.

- Rianxo, nuevo rumbo 58º Este hasta nuevo aviso. Si me disculpa me retiraré un momento a mi camarote.

En cuanto me alejé del puente, bajé lo más rápido que permitían mis piernas hasta alcanzar el control de la Sala de Máquinas. José Luis, que llevaba allí encerrado casi desde que zarpamos se sorprendió al verme aparecer sin previo aviso.
- ¡José! ¡Ven, vamos fuera donde no nos vean!. ¡Necesito hablar contigo!

Me hizo un gesto claro, como todos los que se hacen allí abajo, sorteando así el muro de silencio en que uno acaba viviendo, sitiado por el ensordecedor ruido producido por máquinas y motores sin alma pero con vida. Lo seguí hasta un tambucho que daba a la aleta de babor. Había una pequeña plataforma que debía servir para meter piezas de repuesto directamente desde el muelle, “estos germanos piensan en todo” pensé.
- ¡Joaquín! Qué pasa, estas sudando como un pollo. Anda, respira un poco de la brisa que aquí no nos molestará ningún nazi de esos.
José me conocía, ya eran años navegando juntos, creo que había pasado mas tiempo con él que con mi mujer. Me senté, cerrando los ojos, sintiendo la brisa, el pequeño vaivén que llevaba la popa siempre a expensas de la sempiterna proa y sus manías, el sonido continuo del agua batida por la hélice y las burbujas del vapor rompiendo al emerger después de cavitar en esta. Por un momento olvidé donde estaba, había vuelto al “Almudena”, a su rutina diaria de guardias, a todo lo que parecía haberse perdido, olvidado para siempre. Desperté sin haber dormido y le conté todo a mi amigo.
- ¡¿Tenemos que lanzar vivos a esos hombre con una bola atada a sus tobillos?!. Están locos, Joaquín. Por mis cojones que me tiro yo antes que permitirlo. Son cinco soldados y el estirado ese del teniente. Hay que hacer algo. ¿Dónde dices que es el punto donde hay que arrojarlos?
- En la posición 54º 54´37´´ N 13º 22´05´´E, a unas cien millas de aquí. Creo que mañana por la mañana alcanzaremos el punto señalado.
- Pues esta noche nos los cargamos, y no me hables de que están armados porque tenemos aquí abajo suficientes cuchillos para los gaznates esos tan blancos.
Ese era José Luis, no le importaba las dificultades si creía en lo que hacía, tenía ese pequeño matiz de fanatismo que nos había salvado tantas veces en medio de un buen temporal. Busqué a Clavería y organizamos el plan para la noche mientras Rianxo mantenía el timón en el puente . Había una cosa clara, moriríamos con ellos en el peor de los casos, bueno siempre que todo no fuera una broma macabra del destino y ya lo estuviésemos sin saberlo.

Me relevó Clavería a las dos de la mañana en el puente. El tiempo se puso de nuestro lado con un temporal creciente que vapuleaba el viejo carguero de forma continua. Matar a los dos soldados que dormían en la toldilla de popa después de su turno de guardia fue fácil. Los dejamos a la vista del puente tumbados, sujetos por detrás para que todo aparentase normalidad. Quedaba acabar con los tres soldados que se mantenían a cubierto entre las cubiertas 2 y 3 en medio de la eslora.
Sin dilación, sin pensar lo que estábamos haciendo, aprovechamos la pésima luz que proyectaban las dos luminarias colgantes de los alerones y la protección del temporal. Francisco y José por babor, Rianxo y yo por estribor nos quedamos a pocos palmos de sus botas. Ellos no estaban para prestar mucha atención porque bastante tenían con acordarse de la familia de su teniente entre cada encapillada. No veían nada y nada iban a ver ya si de nosotros dependiera.

Como convenimos antes de llegar a ese punto, que con el primer cabeceo de la proa contra la ola nos apoyaríamos su impulso para acabar con los tres. En mi banda sólo había uno y fue casi instantáneo, por babor eran dos contra dos. Se produjo una lucha a muerte con el último que consiguió disparar al aire antes de caer a las heladas aguas del Báltico.

Clavería, tenso por la situación no perdía ojo a nuestros cuerpos en cubierta mientras vigilaba de reojo al teniente que dormitaba sobre la silla del capitán. El disparo fue como un resorte en el culo del alemán que lo puso firmes; antes de que desenfundara la Luger Clavería ya lo había tirado al suelo. Sus brazos, acostumbrados a las ásperas y pesadas maromas de cubierta, no tuvieron piedad de aquel fino cuello de asesino con uniforme. Su vida se esfumaba cuando de un golpe los cuatro hombres manchados de sangre y agua entraban en el puente.

- ¡Arrojadlo al mar con los demás!¡Lo conseguimos!
Nadie se abrazó para celebrarlo, habíamos matado a seis hombres. Dos días antes discutíamos por el futuro del planeta y las matanzas en Kenia, cuarenta y ocho horas después aún llevábamos las manos de sangre desteñida por el agua salada.

- Si, Joaquín, pero ahora, qué. Vamos en un barco alemán repleto de víctimas en medio de un mar nazi.

José Luis tenía razón, no teníamos muchas posibilidades. Había que decidir algo, teníamos toda la noche para ello. Mientras pensábamos y asimilábamos lo que habíamos hecho, mantendríamos el rumbo...


1 comentario:

Anónimo dijo...

"Asimilar lo que se ha hecho y mantener el rumbo..."

Tus relatos viven en plenitud.

Muy bueno.