jueves, 20 de marzo de 2008

Mas vale morir una vez (4)

...una lluvia inmisericorde golpeaba la madera de cubierta, incapaz esta de empaparse más simulaba un minúsculo mar en medio del océano solitario que nos circundaba. Otro gris amanecer en continuo movimiento, el maldito color gris nos acompañaba como una segunda piel desde la segunda semana en que zarpamos de Paita. Ya había pasado más de un mes más o menos, pues a falta de calendario fiable, las muescas que hacían los marineros en la base del trinquete eran todo lo fiables que podían ser. Los ánimos navegaban acordes a la situación, hacía semanas que nadie cantaba aunque fuera desafinado alguna canción de su terruño. Las rencillas se sucedían cada vez en menores intervalos de tiempo y algunas rayaban en plenas reyertas entre imaginarios clanes.
Mi ánimo en cambio brillaba alto y seguro, la ilusión por recuperar la vida y el futuro hacia de contrapeso robusto en el herrumbroso fiel sobre la otra balanza, la de mi existencia. Sólo había algo que me reconcomía el pecho, ese algo era el deseo de entablar relación con Doña Isabel. Había a bordo colonos que llevaban a sus mujeres y a sus hijas, pero nadie tenía su mirada, sus ademanes propios de alguien segura de sí misma, la belleza que aturde por ser serena y por saberse tal. Deseaba conocerla y que me conociera, ganarme su respeto. No deseaba su roce, ni su amor aunque sin ser consciente de tal, mi corazón había claudicado después de años firme como castillo sobre loma.

Sucedió al fin, fue un domingo ya entrados en el mes de junio. El capellán, en ese latín de clérigo de taberna más parecido a la jerga de los bravos que allí navegábamos, que a la liturgia catedralicia del mismo Cuzco, hizo los oficios en honor a nuestro Señor. Posteriormente se dieron los castigos “al cañón” de los penados de la semana y cada quien que no tuviese labor se fue a descansar entre aquellos muros imaginarios que formaban los límites del Galeón. Como tantas veces me apoyé sobre la amura de estribor para sentir la vida del barco en sus tozudos golpes contra la necia mar, cuando escuché varios gritos femeninos y ruidos como de golpes secos y cristales rotos. En tanto sonó el segundo golpe me apresuré por la húmeda cubierta hacia los sollados de los colonos, desde donde se escuchaba el tumulto. A pesar de la poca luz que entraba por los tambuchos, pude ver a Doña Isabel protegiendo a dos mujeres aterrorizadas frente a Barrientos con los ojos desorbitados y una botella rota en la mano. No tuve que dudar lo más mínimo, eché de menos mi espada, pues aunque no era caballero así me consideraba y no deseaba ensuciar mis manos con aquella ralea humana. De un puño en la garganta y una patada en su estómago ya derribado logré que soltara la botella. Con desprecio hacia él y hacia los hombres que me rodeaban lo saqué a cubierta donde mandé llamar a Don Pedro que ya llegaba presuroso desde popa.

- ¿Qué ocurre, Don Martín? ¡Barrientos...!
- Con el debido respeto, capitán, este hombre ha intentado agredir a varias mujeres incluida a Doña Isabel en el sollado de los colonos armado con una botella rota.
- Pero Barrientos, tu nunca...
No terminó de hablar, fue ver aquellos ojos implorando perdón desde una mirada aún roja de furia sobrepasada, para darse cuenta que había perdido a su mejor gaviero.
- ¡ José, Iñigo, coged a Barrientos y encerradlo en la sentina!
En aquel momento salieron las mujeres del sollado con Doña Isabel ayudando a las dos mujeres a recuperarse. Doña Isabel se acercó a mí con una leve sonrisa que ni la ola del fin de los tiempos podría borrar ya de mi recuerdo.
- Don Martín, os agradezco vuestra hombría y disposición. De no haber sido por vos a estas horas sólo Dios conoce lo que hubiera sucedido. Me sentiría gustosa si esta tarde acudís a la cámara de mi esposo para charlar y conocernos mientras tomamos un poco de aguardiente.
- No hice nada que no hubiera hecho cualquier caballero en tal situación. Os agradezco la invitación y allí estaré. Mis respetos, señora.

Mi vida cambiaba como el océano, a oleadas, el reconocimiento de Doña Isabel era doblemente gratificante pues no solo existía para ella, sino que era ya alguien de probada reputación entre el resto de la dotación. Pasadas las seis de la tarde me dirigí a la cámara del Almirante, aunque el galeón no sobrepasara las 4.000 quintales en su desplazamiento y su eslora no alcanzase los 2500 pies de Burgos, tuve la sensación de que me dirigía a la otra parte de una ciudad cualquiera de la Vieja Castilla. Sin más dilación llamé a su puerta

- ¿ Da su permiso, mi Almirante?...

1 comentario:

José Luis dijo...

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