sábado, 22 de marzo de 2008

Mas vale morir una vez (6)

...No viví el desastre en primera persona, pues perdí la consciencia con aquel golpe. Esto que les cuento ahora es lo que a mi persona relataron Don Pedro y Doña Isabel, Don Álvaro no tuvo el ánimo en todo lo que restó de mi relación con él. Nuestro galeón después de aquel golpe de mar solo era ya un inminente pecio que quizá alguien pudiese encontrar en centurias venideras. Gracias al robusto Pedro de Quirós mi vida no corrió pareja a la casi completa dotación, 186 almas perecieron sin poder abandonar el galeón que penosamente era devorado por la mar, en aquel momento serena y oscura, mientras se podían escuchar los quejidos prendados de horror de quienes no verían nunca mas la luz de día. Los que sí vimos la luz fuimos Doña Isabel, Don Álvaro, Don pedro, seis marineros y dos niños a los que acogí como hermanos en la misma desgracia que es perder a tus padres por la razón que fuera, pues ellos reposaban para siempre a los pies de su asesino.



No se pudo recuperar gran cosa del galeón y Don Álvaro, casi sin voz, sin aliento que insuflar a las velas del que sería ahora su barco ordenó rumbo hacia el sur donde se distinguían mas islas, donde poder descansar, poder recuperar alma y cuerpo antes de continuar con la travesía. Cuando desperté al día siguiente y pude incorporar mi dolorida osamenta, nos encontrábamos a no mas de una legua de una isla cuya imagen no variaba en su frondosa vegetación, aunque sus colinas eran de mayor suavidad, la llamamos “la Huerta” (Tomotu noi). Don Álvaro no quiso repetir su maniobra funesta del día anterior, por lo que envió a la fragata a buscar un surgidero en condiciones. Varias horas mas tarde regresó la Santa Catalina con noticias desalentadoras, por lo que decidió seguir rumbo a la búsqueda de un lugar seguro. No hubo que esperar mas de una nueva singladura para encontrar al fin la isla que sería nuestro abrigo primero, después de tanta desolación.


El 9 de septiembre de 1595 arribamos y dimos fondo frente a una bahía enorme, acogedora, rebosante de luz, con una playa que nos hizo recuperar la alegría que creímos perdida para siempre, por lo que dimos nombre a aquella bahía como “La Graciosa”. Una vez las tres naves se hallaron fondeadas con seguridad Don Álvaro, junto con un grupo de hombres armados entre los que tuve la honra y orgullo de hallarme, pusimos pie en tierra para tomar esas tierras en nombre de su Majestad Católica Don Felipe II, dándole el nombre de Santa Cruz, (Ndeni), a aquella isla de suaves colinas y frondosa vegetación.

Fueron dos meses en los que todo cambió, mis sentimientos florecieron desde las profundas celdas ocultas tras las rejas de mi corazón. Dos meses en los que los mayores proyectos crecieron como la mar de viento que sientes encresparse por momentos, dos meses en los que mi mano hubo de batirse como en los viejos tiempos olvidados, dos meses en los que Dios nuestro Señor en su omnipotencia innata decidió castigarnos mas, si es que ello fuera posible en nuestras extremas circunstancias, dos meses en los que pude sentir al fin la verdadera paz del que logra tocar el cielo en la tierra.



Una vez tomada posesión de las tierras, Don Álvaro dispuso la fundación de un asentamiento estable al que no supo dar nombre en aquellos primeros días. Comenzamos a levantar pequeños edificios, una capilla modesta pero bendecida por nuestro capellán con las primeras palabras en latín pronunciadas a tales latitudes. Es de ley indicar que era un latín no muy “católico”, pero era el que había. A partir de la primera semana, por un lado la galeota a remos por la costa a las órdenes de Don Pedro y por el otro un grupo de bravos entre los que me encontraba a las órdenes de Don Álvaro, comenzamos a reconocer la isla. Costo un grande esfuerzo la cumbre no muy elevada del la isla y fue al llegar allí donde descubrimos un poblado que luego supe del nombre de sus gentes, los papúes. Bajamos allí en son de paz y ellos así nos recibieron, no sin muestras de recelo entre algunos jóvenes con espíritu mas bravo. Intercambiamos pequeños obsequios, mientras buscábamos con los ojos alguna pista dorada que nos diera razón de nuestra dura expedición.


La encontramos, el jefe de la tribu acompañado de su brujo, chaman, hechicero o como Dios quiera llamarlos, nos invitaron a entrar en su pequeña cabaña de bambú. La luz que entró al abrir la puerta dio buena cuenta del brillo dorado que nos cegó al pasar. El trono del jefe estaba labrado en sus brazos por oro puro. Lástima que no supiéramos el origen de tal riqueza, pues de de seguro que las desgracias posteriores no hubieran llegado a ser tan importantes. Nos despedimos invitándoles por señas a nuestro poblado al otro lado de la colina. El retorno a nuestro asentamiento fue más silencioso de lo que cabía esperar, la fiebre de la avaricia barnizada de ambición había empezado a calentar como brea de antorcha las mentes de los que allí caminábamos...

1 comentario:

Armida Leticia dijo...

Mientras leo, me parece escuchar una voz, con ese acento propio de los españoles, como un narrador dentro de mi cabeza...veo las imágenes, como en una película, el color del mar, las olas, la vestimenta de los protagonistas, sus rostros expresivos...

Maravillosos relatos.

Saludos.