domingo, 23 de marzo de 2008

Mas vale morir una vez (7)

…Llegamos a nuestro pequeño asentamiento ya de plena anochecida. Las hogueras que mantenían encendidas nos sirvieron como punto de referencia para enfilar la marcha de forma directa y sin excesivos rodeos. Doña Isabel nos esperaba con las demás mujeres, una cena sin vaivenes marinos nos recibió aquella noche de grandes expectativas. Don Álvaro ordenó, bajo pena de alta traición, no revelar nada de lo visto sobre el oro hasta la mañana siguiente. Entonces sería el mismo quien lo dijera a todo el grupo que allí estabamos. Fue una noche tranquila y, salvo las guardias establecidas para la seguridad del campamento, parecíamos más bien un grupo de pastores de la mesta camino a Burgos para vender la lana a Inglaterra que tantas veces vi y seguí en mi niñez. Descansamos, los que lo sabíamos ya, al fin con algo que llevar a nuestros famélicos sueños.
Por la mañana, Don Álvaro comunicó a todo el campamento el hallazgo,

- Como ya os contamos la noche de ayer. Dimos con una aldea de indígenas al otro lado de la montaña. Parecen pacíficos y colaboradores, pues aunque nuestro intérprete, Don Gaspar, no consiguió relacionar sus palabras con lengua alguna de tierra conocida pudimos comunicarnos de forma rudimentaria pero con éxito. Aun así, nos agasajaron como buenos anfitriones y nos les invitamos a visitar nuestro asentamiento. Sus armas no son de importancia frente a nuestros arcabuces, aunque se ven aguerridos y bravos al menos en la primera impresión. Por esto, Don Pedro, vos y sus hombres deberán bajar a tierra algunos pedreros de la galeota, las dos bombardas del galeón y otros dos cañones de “a 8” de la fragata. Pólvora y balerío en condiciones y quiero a los servidores de tal artillería que emplacen esta en los sitios mas adecuados, amén de estar listos para el combate si ello fuera menester, Dios Nuestro Señor, no lo quiera.
- Almirante, ¿y el oro?
- ¡Ah! El oro, lo había olvidado. En la choza del jefe de su tribu descubrimos un trono con sus brazos forrados en oro bellamente labrado. Esto puede ser una prueba de que al fin estamos frente a las minas que eclipsen a las del rey Salomón pe...

El estruendo fue unánime, los colonos, los soldados y los marineros se abrazaban como si ya no hubiera rey en la tierra que los pudiera comprar. Don Álvaro, furioso por la impotencia de que su poder tambien se hubiese eclipsado, apuntó al cielo con uno de los pistolones de abordaje y disparó. Seguramente este sería el primer disparo que se hubo escuchado en aquella isla y desde luego paralizó a todos con la mirada fija en el rostro encendido del Almirante.

- Ha aparecido el oro, sí, pero no es más una pequeña muestra, desconocemos si lo extrajeron de alguna mina y lo trabajaron ellos mismos, o lo compraron a otras tribus, o es el único oro que hay en toda esta, al parecer, isla. Por lo tanto seguiremos explorando, seguiremos haciéndolo de manera pacífica los unos, mientras los otros construiremos una villa que verdaderamente podamos llamarla así, de la que nuestra hidalguía como españoles no se sienta avergonzada y que deslumbre a estos indígenas que no conocen nuestra gran civilización. Y sobre todo, con la ayuda de nuestro capellán y siguiendo sus predicamentos, consigamos que abracen la verdadera religión. ¡De rodillas!¡Padre nuestr que estás en los cielos, santif....

Todos quedamos absortos frente a él, parecía un enviado de Dios con el arma en una mano apuntando al cielo y la otra apoyada sobre el pecho. De las inmensas riquezas que ya tocábamos con las yemas de nuestros dedos caímos de bruces con la realidad de la conquista: armas, duelo, religión y trabajo.
Durante el mes de septiembre continuamos las exploraciones, entablamos relaciones con aquella gente y así conseguimos conocer la isla y dibujar su forma en la carta de navegación. Pudimos saber que había varios poblados y conseguimos mediante el habitual truco de las baratijas algo de oro. No hubo manera de saber de dónde lo sacaban. Por otro lado, la villa, a la que decidimos llamar “Graciosa” como la bahía que nos acogió, comenzó a levantar, a tomar la forma y manera de nuestras villas de la vieja Castilla; al fin y al cabo de allí veníamos casi todos y esa era la imagen que se nos dibujaba en nuestras mentes, ya fuéramos arquitectos, mareantes, mosqueteros o colonos.

Don Álvaro enfermó al poco de comenzar nuestra odisea en tierra firme, como él, cuatro colonos y tres soldados comenzaron a sufrir de un mal que me recordaba a las historias que relataban mis abuelos mientras cribábamos las lentejas en los duros inviernos castellanos, encerrados en la casona hombres y bestias como un gran pesebre del Belén de nuestro Señor. Parecía una plaga[1] que poco a poco nos iba cogiendo los unos a los otros. Don Álvaro, desde su camastro mantuvo firme sus órdenes que cada vez eran menos tal cosa y más ruegos con aspecto de mando. La situación se fue deteriorando hasta que, justo un mes y dos días después de nuestra llegada, el grupo de necios que se negaba a abandonar la búsqueda del oro, desobedeciendo las órdenes de un Don Álvaro en un estado de delirio, irrumpió a la carrera con evidentes signos de lucha. Venían muchos de ellos con heridas y con ellos traían a un indígena maniatado con signos de evidente maltrato. Con otros dos hombres salí de la empalizada a medio terminar para ayudarles.

-¿Qué sucede? ¿A quién traéis?
-No os preocupéis de esto Don Martín y dadnos paso tras la empalizada. No habrá más de doscientos pies entre nos y esos salvajes.

“Salvajes”, pensé, “me parece que no se quienes son los salvajes”…

[1] En este caso era malaria

1 comentario:

AnA dijo...

Puff... qué sorpresa volver de vacaciones y encontrarse con un relato así. Gracias!

Quizás el relato fuese diferente si no hubiese sido malaria.

Un besito.