viernes, 5 de diciembre de 2008

Entre Alarcos y Las Navas (20)

Las estrellas aún permanecían sobre semejante tapiz vigilado por la luna, mientras un azul parecido al metal recién enfriado tras la forja de una espada se cernía desde el este, desde el oriente más allá del reino que los brazos de los hombres del profeta habían creado.



- ¡Tello, despierta!

No fue necesario siquiera un leve zarandeo, ninguno de los tres habían dormido siquiera una brizna de tiempo desde que se acostaron. Con silencio, sin cambiar un ápice las costumbres que hasta aquél momento habían hecho durante su estancia en Marraketch, se dirigieron a una especie de minúsculo refectorio donde siempre les esperaban fruta fresca, queso de cabra, miel, todo ello alrededor de una fuente en continuo cantar. Un guardia de la escolta personal de Califa los vigilaba de forma desdeñosa, con aquella altivez que daba el sentirse siervo del hombre más poderoso del mundo conocido. Una hora después los sonidos de la vida urbana ya inundaban aquel pequeño refectorio a través del enrejado de metal y piedra que comunicaba con el exterior de palacio.
Con parsimonia propia de quien ha de verse con exceso de tiempo libre, Tello se acercó al soldado para mentirle a medias según lo acordado.

- Soldado. Hoy hemos sido invitados a comer a casa del sabio Ahmad Tabriz y antes de nuestra visita vamos a ir al mercado para comprar algunos obsequios con qué devolverle la cortesía a nuestro anfitrión. Dile a tu capitán que nos podrá encontrar en el hogar del bibliotecario si demanda algo de nosotros.
Sin contestar, ni siquiera mirar a Tello, el soldado les franqueó el paso hacia el exterior del palacio. La primera parte del plan había sido sencilla, con los estómagos repletos de frescas viandas y con el sueño oculto bajo la tensión del momento se adentraron en el mercado. Aquél lugar bullía de humanidad, gritos, golpes entre cada puesto por llegar al que ofrecía lo mejor al más bajo precio. Entre aquella turbulenta marea humana se encontraba la segunda llave del plan, un cobertizo anejo al pasillo central del mercado era el lugar convenido para entrar y ocultarse en un carro de paja que los sacaría de la ciudad hasta las tiendas de los mercaderes. Y llegó el momento de la separación de aquellos extraños compañeros de dulce cautiverio.

- Tello, sin que lo aprecies nos perderemos de ti, no es necesario que sepas más de nuestro próximo paso. Te deseo suerte en este mundo de infieles y para nosostros pido que nuestro señor nos de fuerzas y vida suficiente para volver a levantar nuestras espadas en tierra cristiana.
Tello, a punto de llorar por perder a sus hermanos de lengua, raza y religión intentó abrazar a Conrado, más la prudencia ante los espías que seguro los seguían simplemente permitió rozar sus manos como toda señal de adiós. De pronto un golpe los engulló a Conrado y a Juan de Haza en aquella montaña de vida que era un mercado un viernes, despareciendo.

Tello, con un esfuerzo sobrehumano intentó recuperarse pensando en el obsequio que dar a su anfitrión; poco a poco sepultó el infinito temor a ver su cabeza colgada en los jardines de palacio mientras regateaba con un mercader de rasgos mitad bereber, mitad indio por un cáliz plateado que algo llevaba escrito en hebreo. Pensó que quizá fuera algo que agradase a Ahmad por lo que regateó hasta que su ánimo le impuso aceptar el precio del mercader.

Abandonó aquel mercado, enorme zoco y se fue alejando del centro de la ciudad; sumergiéndose entre la progresiva soledad de sus rincones ribeteados sin orden alguno por voces de niños y sus madres tras los muros cerrados de las casas musulmanas que fueron llevando a una calma tensa al corazón de Tello. Miraba hacia sus vestidos de árabe, pensaba en su extraña integración a la vida regalada que le había concedido el moribundo califa, indirecto asesino de su padre en Alarcos. De pronto se dio cuenta que aquél no podía ser su papel. Debía regresar a su tierra, a su mundo, allí donde su amor seguía siendo el mismo, o eso era lo que él pensaba mientras acariciaba el medallón cálido por el propio calor trasmitido desde su pecho. Aquél amor no habría cambiado nada, pues el nunca habría sido para ella. La amaría siempre, mientras creía con la fe del ciego en su guía que ella también sentía algo igual. Eso sería todo, nada más podría dar ni recibir.
“Volveré” se dijo para sí, “lo haré cuando mi palabra sea liberada de semejante pena impuesta por mi y aceptada por mi rey”. Mientras sus ánimos y moral ascendían como el sol al mediodía apretó el paso, le esperaban en el barrio judío y deseaba hablar de tantas cosas con Ahmad, de aprender, de compartir conocimientos, de cargar sus grupas de todo el saber para poder transmitir tales dorados tesoros en su reino ahora para él yerma tierra en tales campos.
Para entrar en el bario judío hubo de identificar su nombre y su razón, el nombre de Ahmad le abrió las puertas, aunque las personas a su paso procurasen evitar su mirada por temor a que no fuera quién decía ser.

La casa de su amigo era un vergel en medio de la ciudad, desde su misma entrada, jalonada de flores que rodeaban dos canales a modo de minúsculas acequias, todo le hizo desconectar del áspero camino andado desde el mercado. Ahmad lo recibió con sus brazos en son de amistad y con paso suave lo introdujo al jardín interior donde la sensación de libertad en tan pequeño recinto le sorprendió sin palabras. Un pequeño patio con su fuente central acompañando con aquel cantarín y suave sonido al golpear agua sobre agua, las paredes encaladas de blanco sobre las que pendían inmensidad de flores sobre tiestos de mil formas.
- Siéntate, Tello. Llamaré a Zahía para que nos traiga un refresco antes de comer. Vengo en un momento mi querido amigo.
Ahmad lo dejó a Tello ensimismado entre las flores, el agua y la paz que se podía respirar. Cerró los ojos mientras su niñez se colaba entre los recuerdos, su madre, Berengaria, se veía a él con su padre el primer día que subía a caballo…
- Tello, te has dormido. ¿No has descansado bien esta noche? Anda, bebe un poco de este refresco que nos ha dejado Zahía y charlemos sobre lo que desees, aunque le prometí a Zahía que mas tarde nos relatarás tu paso por Córdoba y Sevilla.
- Te pido perdón, Ahmad por haberme dormido ante ti y tu hija a la que no conozco aún.

- No hay por qué, Tello. Zahía está preparando la comida y después de comer se sentará con nosotros.

Charlaron, hablaron de la historia, esa señora de aspecto siempre vetusto maltratada por tantos amantes de nuevo cuño que siempre desean moldearla sin otro objeto que su propio beneficio. Alejandro Magno suscitó esta vez gran discusión sobre su acertada idea de ampliar un imperio que era imposible abarcar, Tello era partidario de la grandeza de un reino sobre sus tierras en dominio pero Ahmad insistía en que no hay poder ni dominio sin control y respuesta de sus súbditos y aquél imperio se desvaneció con el mismo Alejandro. Solo dejó algo que de verdad perduró a través de los siglos y no era otra cosa que el saber en su ciudad, la que llevaría su nombre hasta el fin de los tiempos en el Egipto ahora fatimí, la gran Alejandría. Rieron hasta que sus risas se transformaron en sonrisa de padre orgulloso y gesto de asombro ante aquella mirada azul sobre piel clara que paralizó la risa de Tello cuando las viandas llegaron acompañadas de Zahía…

1 comentario:

Anónimo dijo...

Deseosa estoy de leer cómo relatas ese encuentro.