
La convalecencia de Don Blas sería larga pues no salió muy bien parado de aquellas calenturas atabardilladas y decidió que debía tomarse aquello como un descanso merecido que cuando el viento, sea del tipo que sea, arrecia no queda más que salvar lo que vive y esperar a que amaine. Alquiló un sencillo carruaje descubierto en el que disfrutar de la visión del trayecto hacia la Isla de León a través del istmo que unía la ciudad con lo que podríamos decir la península hispana. En la Isla de León se encontraba ya la comandancia militar donde se marcaban los pasos del Departamento Marítimo tan racionalmente definido por nuestro Rey Borbón. Allí dejaría su dirección donde podría ser llamado para acudir a demanda en tanto esperaba destino.
Cruzaba la cortadura del Arrecife cuando en la misma enfilación con La Carraca vio cómo remolcado por varios lanchones la Corbeta de su amigo Segisfredo Cefontes entraba sobre sus diques inundados. “¡Segis!” pensó de pronto como si hubiera olvidado durante años a su amigo “otro infeliz con el rabo entre las piernas”. Sabía lo que aquello significaba. La corbeta bautizada “Santa Olaya” había sido una presa arrebatada a los moros durante el primer desembarco en Orán. Los reglamentos eran claros. Debía dilucidar el tribunal de presas su valor y su destino antes de darse de alta en la lista de navíos de la Real Armada y tras esto se le asignaría su Comandante y tras ello la dotación correspondiente. Esto hacía que para el Teniente Segisfredo Cefontes su estado pasara de “Embarcado” al de “Disponible”. “En cuanto deje mi situación conforme en capitanía pasaré a por Segisfredo” pensó Daniel, no sólo hizo tal cosa, sino que en la propia comandancia dejó las mismas señas para su amigo apoyado en su rango superior.
- Podrán localizar tanto al Teniente Segisfredo Cefontes, como a mi persona en la Hacienda “El Soberado” propiedad de don Diego García de Trujillo sita en la villa de Torremelgarejo cerca de Jerez.
Con un cansino asentimiento del escribiente casi tan cansino como sus trazos sobre el papel timbrado de la Real Armada quedó la gestión cumplida.
- ¡Cochero, al Astillero! ¡Rápido!
Justo bajo la entrada un despistado y aturdido mareante sobre suelo firme deambulaba sin mucha claridad de rumbo al que enfilar. Casi sin que el polvo del camino alcanzase al carruaje de un grito simple los dos hombres cruzaron sus miradas y sin falta de garfio con el que aferrarse, ya estaba Segisfredo sentado al lado de su amigo Daniel tras el salto sobre el estribo del pequeño carruaje.
- ¡Buena hora sea esta que desconozco! Ya creía que el sol me iba a fundir mientras encontraba un carruaje que me llevara a Cádiz. Aunque veo que no es hacia allí donde nos lleva el tuyo.
- No me des las gracias con esa cara de tonina pánfila. Será mejor que me ocupe de tu alojamiento no sea que te apresen en medio de una refriega con marido ofendido sobre las lágrimas de dama mancillada por tus encantos. Vamos a la hacienda de mi tío adoptivo cerca de Jerez. Allí estaremos cómodos, cerca de la tentación de cafés, teatros y saraos gaditanos pero a refugio en su calma mientras nos ofrecen destino.
- Pero no he comunicado mis señas a Capitanía.
- Nada que no haya hecho ya en cuanto vi tu “Santa Olaya” remolcada a los diques donde la infravaloren esos malditos contadores que mal rayo los parta.
- Gracias, hermano.
- Pórtate bien y con solo eso ya me lo habrás agradecido.
Una jornada transcurrió en el viaje hasta la comarca jerezana donde se encontraba la Hacienda. Jornada con parada en una quinta donde llenaron sus estómagos de legumbres ya olvidadas, regadas en buen vino de la tierra para rematar con un aguardiente como verdadera andanada que azuzó el sueño de casi la parte que restaba para el fin del trayecto.
- Señor, “El Soberano”
- Gracias, cochero. ¡Teniente, arriba!
La hacienda después de un año largo, como no podría ser de otra manera, mantenía su aspecto. En la puerta de entrada unos andamios ocultaban los pórticos en los que se apreciaban los trabajos de canteros donde al acercarse comprobó Daniel que labraban el escudo de la casa. No era época de vendimia y las ya más de mil fanegas de extensión aparecían en silencio preparando su tesoro para la vendimia en el aún lejano septiembre con el pequeño palacete al final del camino en una pequeña loma con toda la industria de la vid a su alrededor para su vista y buen hacer. Tras ella, unas lonjas mezcla de las antiguas y otras de nueva construcción iban copando parte del terreno baldío demostrando que el tercio de frutas y vinos prosperaba con la casa de Contratación en Cádiz y el nuevo régimen borbónico que estaba en claras por su apoyo.
Nadie apareció en un primer instante en el que el cochero descargaba el corto equipaje de ambos marinos. El sol se mantenía en su agonía silenciosa para dar su despedida en menos de dos horas. Con timidez pero decisión pues no había otra enfilación que la de la puerta del pequeño palacete, Daniel golpeó su aldaba esperando ver a su tío adoptivo. Un criado de poca edad a quien no conocía Daniel abrió la puerta con cara tan solemne como poco real en su papel.
- Buenas tardes, señor. ¿Qué desea vuestra merced?
- Buenas sean. Deseo ver a Don Diego Garcia de Trujillo
- ¿A quién debo anunciar?
En ese momento Daniel recobró parte de su saliva, hinchó su pecho con todo el orgullo que podría caber en su costillar y disparó
- Al capitán de fragata Don Daniel Fueyo y Liebana
- Pasen y esperen un momento, pasare a anunciar a su persona.
Con cara de no saber si estaba en la hacienda de su tío o en la del Duque de Alba, Daniel pasó seguido por Segisfredo tal y como les indicó aquel criado sin librea pero con unos aires que pareciera hubieran errado de Hacienda.
Todo aquella parafernalia se vio por fortuna destripada con las zancadas sin decoro que ya se podían escuchar desde la entrada.
- ¡Daniel! ¡Has vuelto! ¡Dios mío! ¡A mis brazos!
Abrazos, besos, saludos, abrazos y más besos. Había transcurrido un año y aquella visión real para Diego García casi acaba con su salud en esos momentos de frágil estado.
- Diego, este es mi amigo Segisfredo Cefontes. Venimos a tu casa para quedarnos si tienes a bien hasta que nos llamen.
- ¡Por Dios, Daniel! Esta es tu casa y la de quien tengas a bien traer contigo. Pero, pasa y siéntate. Estaréis cansados del viaje y yo también necesito sentarme que no está mi salud en su mejor momento. Además tendrás que contar tantas cosas. ¡Francisco, recoge el equipaje de los señores y prepara sus habitaciones! ¡Mariana, prepara un refrigerio para nosotros en el patio!...