martes, 17 de junio de 2008

Oro en Cipango (2)

... Cuatro de febrero de 1601, corrían buenos vientos a lomos de mi alazán “Rebeco”, la milicia funcionaba como verdaderos tercios, esos que hacían y aún hacen temblar a los enemigos de nuestro reino en cualquier parte de Europa. Sebastián era ya un buen mozo que se bregaba bien con aquellos hombres, dos meses llevaba ya como alférez al frente de ellos. Veníamos de pasar la noche a unas cinco leguas de la capital del Virreinato. Esa costumbre la logré imponer a nuestra pequeña milicia; era la única manera de entrar presentables, limpios y en orden después de muchos días de caminos inagotables, de luchas y sangre vertida nuestra y de tanto indio, humanos inocentes que caían desconociendo la razón de su muerte. A estas alturas yo tampoco la reconozco, pero ya sólo queda que El Altísimo haga justicia de mis acciones.

Como les relato, entrábamos a golpe de tambor mi alférez Sebastián y yo a lomos de nuestras cabalgaduras, siguiéndonos el abanderado con las cinco columnas de soldados tras de sí. Me encantaba creerme un gran maestre al estilo del Spínola de aquellas épocas. Cabalgando de tal guisa en dirección al palacio del Virrey disfrutábamos de los habitantes arremolinados a nuestros flancos agasajándonos con vítores. Fue entomces, al doblar la avenida y enfilar ya el palacio cuando los ojos de quien luego seria el cuerpo de mis desgracias, cruzó su mirada zaina con mis ojos en ese momento engolfados de honores y gloria, ciegos a todo lo que no fuera galanteo y lucimiento. Rebeco continuaba su andar pausado y marcial, mientras mi cuello se veía retorcido por aquella mirada, no podía evitar contemplar su inmaculado rostro agujereado por aquellos dos ojos negros, en su pecho creía ver su corazón palpitar ante mi cuando la realidad era la inversa. Mi cuello se negó a retorcer más sus músculos, con lo que con un gesto de saludo cadencioso, dejando entrever una postrer cita me despedí de aquella dama.

Después de presentar mis hombres a Don Gonzalo les concedí diez jornadas de permiso con paga, sabía que los tendría antes de tres soles en nuestro cuartel sin un ducado después de haber vivido aquellas escasas horas con la intensa devoción de quién sabe que morirá mas temprano que tarde. Mientras rompían filas mis hombres, Don Gonzalo y yo nos dedicamos a despachar los asuntos que él tenía para mi de la Corte y por mi persona le entregué los informes preparados el día antes de alcanzar la capital, aquello era algo que le sorprendía agradablemente a el Virrey

- ¡Caramba, Don Martín! No conozco en todo el reino de este lado del océano ni del otro que tenga siempre a punto sus informes del puño y letra del propio maestre.
- Ya sabe vuestra excelencia que me detengo cercano a la Capital una jornada antes y la dedico entre otros menesteres a este esfuerzo, que no es tal siendo para vos.
- Dejaros de monsergas, Don Martín. Y ahora id a asearos que le espero para comer. Tenemos invitados recién llegados de la corte y deseo presentároslos. Estoy seguro que haréis amena la comida con vuestras aventuras y os garantizo que también lo será para vos la vista, pues acudirán bellas damas

Me despedí y cabalgué raudo hacia mi casa, no quería defraudar a Don Gonzalo ni que las damas que prometía defraudaran su vista con una estampa mejorable de mi persona. Si me permiten un inciso, mírome en estos días postreros al fatal espejo y, aun siendo tarde, descubro la Verdad, pues este fino pellejo que hace de sudario adelantado la permite ver en el interior de mi persona. Quizá el poder saber esto con menos años hubiera significado otra vida, mas no lo sabré nunca.

Pasada la hora sexta, aunque no recuerdo si ya entraba la nona me presenté en el Palacio del Virrey para la comida. Don Gonzalo me recibió alegre como siempre que un jolgorio se cernía sobre él, cosa que cuando mi humilde persona andaba cerca era cosa segura.

- ¡ Don Martín, parecéis el mismo Rey Felipe!
- No os burléis que algo habréis contado a vuestros invitados y había que llegar alistado.
- No seáis quejica, que vuestra fama os precede.

Entramos en el salón con sus ventanales mirando al oeste, giré hacía la chimenea que creía encendida y mi alma se disolvió en mil pedazos ocultándose entre el tuétano de mis costillas.

- Os presentaré. Don Juan de Arana y Bastida, caballero de la orden de Malta, conde de las viejas tierras de Campos y su esposa Doña Blanca de Valdés y Cienfuegos. Don Martín de Oca, Conde de las Islas de Santa Cruz y capitán de nuestra milicia.
No supe que decir solo intentaba evitar su mirada, sus negros ojos....

2 comentarios:

Armida Leticia dijo...

¡Don Martín de Oca, todo un caballero español, maravilloso...!¡Qué placer tan grande leer tus relatos!

Saludos desde México.

Sarela dijo...

¿Puedo expresar un deseo, aunque tal vez sea un atrevimiento por mi parte?

¿Nos vas a tener en ascuas muchos días entre entrega y entrega?

Es una pequeña desilusión abrir el blog y no tener nuevas.

Perdón y ¡¡gracias!!