Mis aventuras fueron la atracción de la sobremesa, máxime cuando una bella dama azuzaba en su asombro a cada nueva “proeza” algo elevada en volumen, que todo se ha de decir.
- Don Martín, me asombráis en vuestra valentía y determinación. Nuestro Virrey deberá teneros por pilar y baluarte en estas tierras de nuestro señor Don Felipe.
- No me abruméis, que no es nada frente a lo que nos aguarda oculto y por descubrir hacia donde vuestra hermosa mirada desee poner como luz y destino, señora mía.
En estas andábamos cuando vimos a Don Juan de Arana dormitando la opípara comida en uno de los butacones del Virrey. Don Gonzalo, con un gesto que creí cómplice en aquellos momentos, aunque hoy sé de su intención, me hizo salir a los jardines del palacio. Hinchado cual pavo real salí sintiendo el delicado brazo de Doña Blanca aferrado a mi brazo derecho. Continuamos hablando casi sin dejar tiempo al resuello propio que permite la vital respiración. Ella me hablaba de la corte allá en San Lorenzo de Escorial, sus fiestas y las andanzas de algunos truhanes famosos del Madrid que nunca conoceré. Yo continuaba relatando las maravillas de las islas del Mar del Sur y mis sueños perdidos entre cada isla de las Filipinas. No era ella mi Doña Isabel[1], la de Barroto, perdida en mi memoria, mas nunca en mi corazón. No lo era, su clase nunca alcanzaría la de alguien que supo dirigir una expedición de hombres bravos en medio de mundos desconocidos. No lo era, pero a mi cuerpo no le importaba, había aprendido a separar cuerpo y alma, gran pecado que en estos monentos en los que me despido de la luz del día cada amanecida imploro a nuestro Señor perdone por querer hacer lo que de Él es único menester.
Paseábamos mientras la charla crecía...
- Don Martín, agradezco vuestra compañía por su gran esfuerzo. Reconozco que vos sois un hombre ocupado e importante en esta corte, que tan lejana está de nuestra España.
- No digáis tal cosa, mi señora que es un gran placer caminar a vuestro lado mientras relatáis con esa gracia propia de quien hace poco llegó de España las novedades del Reino.
- Gracias por vuestras palabras que no las merezco. Aunque si vos supierais. Mi soledad es grande en extremo, mi esposo es un hombre importante y muy ocupado. No tiene tiempo para alguien pequeño y sin importancia como mi humilde persona.
- Don Martín, agradezco vuestra compañía por su gran esfuerzo. Reconozco que vos sois un hombre ocupado e importante en esta corte, que tan lejana está de nuestra España.
- No digáis tal cosa, mi señora que es un gran placer caminar a vuestro lado mientras relatáis con esa gracia propia de quien hace poco llegó de España las novedades del Reino.
- Gracias por vuestras palabras que no las merezco. Aunque si vos supierais. Mi soledad es grande en extremo, mi esposo es un hombre importante y muy ocupado. No tiene tiempo para alguien pequeño y sin importancia como mi humilde persona.
Mientras esto relataba, yo sentía, realmente lo estoy sintiendo como si fuera ahora mismo, en mi brazo su presión, su forma encubierta de acariciar mi antebrazo. En aquellos momentos era una diosa la que había llegado para que yo la sirviese. No había ya entendimiento ni razón, sólo voluntad en grado sumo.
- Doña Blanca, podéis contar conmigo en cualquier momento, no dudéis de mi disposición. Mi alférez Sebastián es como un hijo para mí y tan solo tenéis que enviar por él un mensaje, que él me lo comunicará con entera y absoluta discrección.
Sus ojos, su mirada era diferente, la calma de la victoria consumada diría ahora, la mirada del agradecimiento sincero pensaba entonces mi razón anulada, mientras mi corazón se batía en picas y arcabuz por asaltar el suyo. Nos interrumpió un sirviente para reclamarnos en los salones con Don Gonzalo y Don Juan....
[1] Ver el relato “Mas vale morir una vez”
1 comentario:
¡Es el Martín de "Mas vale morir una vez"! Ahora en una nueva aventura y ¿un nuevo amor?
Me gusta tu narrativa, elegante, precisa, descriptiva, me gusta...
Saludos desde México.
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