lunes, 11 de agosto de 2008

Oro en Cipango (25)

...Navegábamos barajando aquella costa, en menos de una jornada aquel buen viento nos llevó hasta un cabo que al doblar nos presentó mar por la proa con rumbo norte. Don Miguel con aquella mano propia de pintor de la corte, elaboraba verdaderas obras de arte sobre la cartografía costera. Nuestros largomiras oteaban con ansia la silueta de islas, que imaginábamos manantiales de reflejos dorados por los enormes tesoros que escondían entre sus mantos verdes. Nada aparecía en lontananza, mas nuestra fe se mantenía apuntando por largo como cañón previo al combate. Nuestros invitados llevaban dos días escondidos bajo cubierta y creí llegada la hora de plantear la salida a la vida real de aquellos inocentes, en aquellos momentos no sabría decir si castigados por nosotros en aquel barco extraño o al fin liberados de tanta presión inhumana. Mucho después podría descubrirlo. Ahora habría que sacarlos de aquel ostracismo forzado, existía un problema y era nuestro delegado del Shogun. Aquél hombre no permitiría que un súbdito de su país pisara cubierta de navío extranjero y todo ello no acarrearía mas que problemas graves a nuestra misión. Así me lo dijo mi capitán

- Don Martín, comprendo su humanidad cristiana por darles aire y espacio para su holganza, pero esto podría acarrearnos graves consecuencias ante el delegado del Shogun. De momento los dejaremos en esa especie de celda, alimentados y servidos de la mejor forma posible. Cuando desembarque el delegado las cosas cambiarán.
- Tenéis razón, capitán. Ahora permitidme bajar a comprobar su estado con mi buen Sebastián al que creo merece saber de mi esta situación: Sabéis que es hombre de palabra y de probada lealtad.
- No es gusto para mi que esto se vaya propagando, pero creo que tenéis razón. Id, pues y cuidad de esa pobre familia sacada de estas entrañas que aunque por malas y despiadadas las tengo, son las suyas.

Así me encaminé, primero a buscar a mi ahijado y alférez con rango efectivo de maestre para darle noticia de aquella situación. No fue algo que le extrañara, que ya mi fama era bien perfilada por quién me conociera y con un gesto de resignación cristiana caminó a mi lado hacia el sollado donde se encontraban la mujer y sus dos niños. Los ruidos propios de la navegación, con mar llana pero viento suficiente, no nos permitió en nuestros primeros pasos percibir otros de peor calaña, por lo que, de la misma forma que aquel venturoso estado de la mar, así fuimos hacia el pañol del salazón. Fue ya cercanos a este cuando los golpes se hicieron claros junto a los gritos de los infantes de aquella mujer. A un impulso tiramos la puerta abajo con la estampa mas execrable que mis ojos podrían haber visto de otro semejante mortal.

- ¡Maldito perro! ¡Apartaos miserable! ¡Sacad vuestras sucias manos de esa mujer!
De un puntapié lo lancé sobre el mamparo que separaba el pañol del pasillo de crujía. La espada de Sebastián quedó firme y apuntando la boca de aquel trozo de huesos que se decían humanos. Mientras, me acerqué a socorrer a aquella mujer que se recogía las ropas para taparse sus vergüenzas defendidas a muerte. Pude ver su tez blanca como una luna de enero en mi lejana Villahoz, sólo fue un fugaz segundo al que siguió las voces de unos niños aterrados que se abalanzaron sobre su madre. Intenté decir lo poco que sabían en rudimentario japonés sin conseguir nada, así que la dejé sin mas con sus niños mientras torné mis pasos hacia el otro lado del mundo humano, el que se aprovecha de su postura de poder y fuerza para vejar y humillar al semejante, para hacerse superior robando su luz y su sangre.

- ¡Ha llegado al fin vuestra hora! ¡Después de tanta hambre gratuita a bordo, de tantos desprecios y tanto robo de los bienes de nuestro rey, vais a pagar con vuestra vida maldito bastardo!
- ¡Piedad, Don Martín! ¡Os puedo hacer mas rico de lo que podáis imaginar! Cuando arribemos a Acapulco la mitad de mis riquezas serán vuestras y de nuestro alférez. Qué importan esos paganos orientales. Son carne de chusma

No hizó falta mas, mi brazo tensó la musculatura y el acero comenzó su curso mortal hacia aquella garganta blasfema a mis oídos. Una chispa iluminó como rayo divino el pañol, la chispa que produjo el choque de mi acero con el de mi ahijado Sebastián.

- Mi señor Don Martín. Este hombre ha de pagar con la justicia del Rey por la autoridad de nuestro capitán. Merece parlamento y ser ajusticiado delante de sus hermanos.
- Lleváis razón, mi alférez. Mi pasión siempre ha sido la que me ha llevado a procelosas e insondables simas de derrota y depresión. Haremos como decís. Atadlo y encadenadlo, lo dejaremos en la sentina hasta aclarar con nuestro capitán su proceder. Además hemos de dar futuro mejor a estos infelices.

Así encaminamos nuestros pasos a la cámara del capitán después de abandonar aquel despojo humano sobre las húmedas paredes de la sentina, aún seca e intensamente perfumada a brea del Japón.

- ¿Da su permiso, Capitán?
- ¡Adelante! ¿A qué vienen estos remilgos, Don Martín? ¡ Ah, venís con vos, Don Sebastián! Sentaos y bebamos, mientras ese cansino Ashinkaga da sus paseos sobre cubierta, de los que espero no aprenda en exceso.

Contamos de nuevo la situación encontrada y la acción enfrentada, de la que de nuevo Don Sebastián me sorprendió con su sonrisa.
- Vaya, vaya así que además de avaricioso y ladrón, nuestro pequeño contador se deja llevar por la lujuria. Creo que seré el capitán mas envidiado; seré el primer comandante que ajustició a un contador de la armada. Malditos sean semejantes bergantes, liantes de madeja para su beneficio por nuestra poca pericia en sus maléficas virtudes. No conozco quien haya cazado en fiasco a tales personajes, así que bien me viene este ataque de lujuria para hacerle pagar sus robos. Nos vendrán bien sus tesoros de Acapulco, mi compadre Don Martín; tesoros robados al hambre y esfuerzo de nuestros hombres, de seguro habrá para todos y cada uno de los que a bordo estamos. Maestre Sebastián, poned una guardia de custodia al prisionero en el sollado, pan y agua hasta el domingo, en el que procederemos al juicio sumarísimo, después de los oficios y cumplimientos de los ordinarios castigos.

Mi corazón no descansaba, pues el alma que lo rodeaba y que de momento continua en esa situación de cerco a tal músculo en estos momentos, azuzábalo con la imagen de aquel trío de seres que nada sabían. Con la fuerza que se saca desde los fondos del sentimiento seguí adelante, había que mantenerlos en secreto y así continuaría hasta que nos dijera en contrario nuestro capitán.

- ¡Por la amura de babor! ¡Islas sobre cabo!

Fue falso aquel avistamiento, isla vimos, mas ninguna de actividad o población que incitase a desembarcar. Mientras, continuamos nuestro navegar ganando leguas al norte, cartografiando, marcando apostaderos para futuros asentamientos, fueron cinco singladuras hasta la víspera del gran día en el que enjuiciáramos al contador Secundino Villarejo.

Aquél sábado 25 de febrero del año del señor de 1603 encontramos un enorme estrecho entre el Japón conocido por nos y otra isla o continente que podría ser nuestro objetivo. Cruzando el estrecho en la parte no japonesa por orden de nuestro capitán dimos fondo ferro frente a la villa de Hakodate con la negativa furiosa de nuestro lugarteniente y sombra del Shogun, que decidió abandonar el barco. Algo que con gusto facilitamos para trasladarlo al sur a su Japón. Aquello nos daría alas en nuestra intriga y localización de las islas prometidas por nuestra imaginación. Lo despedimos con nuestro lanchón a la vela mientras hacíamos ondear nuestro pabellón imperial sobre la cangreja y el gallardete de comandante en el tope de la mayor.

- ¡Cañón de saludo, Don Miguel!



Un estruendo retumbó en aquella enorme bahía abierta al estrecho mientras quedamos todos a bordo a la espera del juicio al Contador en el día de nuestro Señor y del desembarco en la isla la siguiente jornada si todo nos era favorable...

1 comentario:

Armida Leticia dijo...

Una dama en La Nueva España, sigue esperando a Don Martín...¡Pero está tan lejos, al otro lado del mundo!

Saludos y un abrazo.