domingo, 17 de agosto de 2008

Oro en Cipango (29)

...silencio, tensión, pequeñas señales para mantener el rumbo; podía sentir que hasta la nave acallaba sus golpes sobre la mar en esos momentos algo revuelta. Arcabuces apuntando por igual a bergantín y galeón, cañones de caza prestos a las arboladuras, marineros cada cual a su escota con un ojo al viento y otro al gesto del nostromo. Garfios de abordaje prestos, de segunda opción que no era esa nuestra baza. Mientras los juncos, mas a proa de aquel dúo holandés ganaban leguas al viento y la mar en pos de nuestra vista, alejándose así del declarado por nos como zona del combate. Mi Sebastián sobre la cofa de la mayor mantenía firme el ánimo de sus hombres, apostados en cada verga y juanete, minutos antes nos habíamos dado un abrazo como el que tantas veces nos pareció el último y que por la gracia Divina no lo fue. Mi puesto estaba en la segunda andana, con los cañones de 24 libras. A mi señal batirían cada borda enemiga sin piedad quedando prestos a disparar una segunda en caso de necesidad.

Nos acercábamos, diez cables y sin novedad, cinco, cuatro cables, ya podíamos oler sus fragancias a pólvora, brea y sudor. Un cable, sus voces, en ese flamenco que tanto he oído relatar por algún soldado venido a la nueva España, las teníamos como amantes susurrando en nuestras orejas ya. La distancia entre ambos había decrecido un cable, con lo que nuestras posibilidades en cumplirse la sorpresa eran perfectas. Su propia precaución sería su muerte certera.

¡Estábamos bordas con bordas! La imagen, si de un ángel enviado por nuestro señor fuera el que esto escribe, podría mostrar a tres navíos con el mismo rumbo, dos con sus bocas de fuego, vista de águila y garfios de abordaje sobre el horizonte al que nunca se alcanza, el tercero con mas 150 bocas de fuego de todos los calibres, apuntando a esos dos infelices que nada esperan en su loca persecución. La balconada de popa nuestro navío rayaba la misma del galeón cuando Don Sebastián dio orden de fuego, que repetimos todos desde nuestros puestos con la voz más en grito que nunca supimos forzar. Debían saber que éramos sus enemigos, a los que buscaban que nos éramos los que los habíamos encontrado.

- ¡¡¡Fuegooo!!!

El estruendo fue formidable, varios soldados cayeron desde el aparejo por la enorme vibración de 50 bocas de fuego bramando al mismo tiempo. Dos pitadas claras de nuestro nostromo entre aquel estruendo sirvieron para enfachar el San Francisco, que se detuvo como carro de mulas hocicadas, mientras aquellos dos navíos seguían marcha avante. Gritos de alarma, fuego que alumbraba sus cubiertas rebosantes de aparejos, jarcias y velamen destrozado. Desde nuestro alcazar pudimos observar como sus portas aún sanas abrían y enseñaban los cañones para machacar a un enemigo que creían enfrente. Todo fue una cadena mortal, como la peste que antaño sufrió la vieja Europa, unos dispararon sobre los otros, y estos no quedaron atrás. La confusión dio alas a aquella batalla infernal entre hermanos.

- ¡Preparados para abordar a mi orden! ¡los hombres de las frascas incendiarias atentos a los juncos! ¡Don Miguel cazamos viento y alejemos mil yardas del objetivo!

Con una maniobra limpia salimos del campo de los relámpagos, la sangre y quedamos en conserva, pendientes de los juncos que no tardarían en topar con nosotros. Bajaba del alcázar de popa, de dar cuentas de nuestra artillería a nuestro comandante, cuando vi al pequeño escondido tras la fogonadura de la mayor en la primera andana.

- ¡Hijo, qué diablos haces aquí! ¡ven conmigo!
No pude llevarlo a su cámara pues avistaron dos juncos que se lanzaban en tromba contra nuestra borda de estribor. Llamé a uno de los pajes que baldeaba con arena la cubierta de artillería, arena que secara la sangre que riega las cubiertas durante el combate.
- ¡Chaval, este niño ha de ver la luz del día, juro que de eso dependerá que tu también la veas! ¡Defiéndelo con tu sangre hasta el fin!

Así quedó el niño con otro no mas mayor que él, entre varios sacos de arena protegidos de las balas, mas no del puro horror de la guerra a bordo de un navío de su majestad.

- ¡Baterías de proa, apunten a su junco!¡baterías de popa al suyo! No disparen hasta que se acerquen y a mi orden! ¡Mechas listas!

Desde las batayolas los arcabuces esperaban de igual forma su turno de disparo, mientras los chuzos de abordaje y sables de filo doble temblaban a la espalda sedientos de sangre. Tensa espera que fue interrumpida por una tremenda explosión. Luz deslumbrante como fuego purificador, que permitió ver las caras de los japoneses, las nuestras, las de todos con el reflejo del horror que inundaba a todo el que corazón tuviera. El galeón holandés había estallado, arrasando la arboladura del bergantín en su golpe de viento. No dio tiempo para contemplar semejante desastre, los juncos estaban ya a tiro de arcabuz.

- ¡¡¡Fuegooo!!!

Veinte cañones arrasaron el velamen y las cubiertas de aquellos juncos que nunca hubieran imaginado aquella devastación. A la andanada le siguieron las frascas incendiarias que convirtieron aquellos barcos en teas, sin otro sino que el de alumbrar el desastre. Mientras la masacre se cumplía corrí al lugar donde había dejado al paje junto al niño entre sacos de arena. Allí estaban aturdidos y con la mirada seca por la falta ya de lágrimas con que alimentarla. En menos de una recarga de cañón puse al niño en brazos de su madre, que se abalanzó sobre él como alma perseguida por el Diablo.

Quedaba el tercer junco pero su capitán, aterrado como sus hombres, se aprestó a rendir su embarcación. El bergantín rendido ya, accedió a que subiéramos una comitiva desde nuestro serení, una vez a bordo le conminamos a dar uso del junco para la recogida de los heridos. Nuestra victoria había sido perfecta, tanto como lo es la Muerte. ¡Maldigo a estas latitudes de mi vida la perfección de tantas guerras, que solo lo son en muerte y destrucción!
Dejamos a bordo un destacamento junto con marinería suficiente para hacer firme el remolque del bergantín, apresamos al capitán del junco y llevamos a todos a nuestro navío. No hubo muertos en nuestro lado, tan solo seis soldados malheridos de huesos por la caída en la primera y espectacular andanada sobre ambos navíos holandeses. Los cuerpos inertes flotaban golpeando los costados de las embarcaciones aún a flote, otros gritaba pidiendo auxilio en japonés, flamenco o incluso español, nos dispusimos a ello era obligación de alma humana tal acción…

1 comentario:

lola dijo...

El acto de salvar a un niño, aún es aquellas circunstancias, habla se seres con buenos sentimientos, la guerra es terrible, y a pesar de eso siguen siendo humanos, y bravo por esa victoria, buena narración.

Un fuerte abrazo.