…No hubo elección posible, no existía posible duda; el piloto holandés era consciente de la determinación de Don Sebastián y sólo quedaba salvar la poca honra que quedaba, junto a las vidas de los que seguían en aquel mundo tan alejado de la tierra donde cada uno había nacido. Pero dejemos esto por un momento, la mañana siguiente de aquella escena entre ambos capitanes comprobamos cómo el horror es capaz de manifestarse de las formas más inesperadas para cualquier alma, sea esta del origen que sea. Hacía más de una hora que ese sol sempiterno, siempre adelantado en aquella tierra, donde son su brillo y el susurro del viento sus deidades más profundas aunque las disfrazasen de nombres indescifrables para un sencillo cristiano como el que estas letras les escribe. Como decía el sol ya empezaba a acortar las sombras de los nuevos mástiles del bergantín, cuando un soldado de la guardia que mantenía Don Sebastián en la zona donde se encontraban los botes, el junco y los materiales de reparación como escolta protectora, alcanzó con uno de los lanchones el costado de nuestra nave desbordado en su estado de ansiedad y nerviosismo. A tal hora de la mañana ya prestos nos encontrábamos todos los hombres en camino cada quién de sus tareas de reparación y limpieza, que se mantenían organizadas por nuestro piloto mayor. Razón por la que, antes de que alcanzara la cubierta del San Francisco, ya estábamos Don Sebastián y el que esto escribe esperándole a pie firme sobre esta.
- ¡Capitán! ¡Es horrible! ¡Una masacre, no sé cómo ha podido ocurrir! ¡Una masacre!...
Aquel hombre, blanco como si recién hubiera brotado de la tierra, sus ojos salidos de las órbitas, las manos temblorosas, rojas de sangre desteñida por el contacto con el agua de mar, aquel hombre no era capaz de mas y se derrumbó como un náufrago recién rescatado del proceloso océano. Don Sebastián mandó zafarrancho y prevención para el combate, envió dos lanchones hacia la orilla con la orden de defender aquella cabeza de playa en que ahora se había convertido con pólvora y sangre si eso fuera menester. Aguardamos impaciente a que nuestro cirujano reanimase a aquel soldado de nombre Alonso de Gálvez, verdadero fantasma del que vi días antes arcabuz en mano sobre el aparejo. Al fin llegó el momento de saber por aquel hombre lo que estaba ocurriendo, Gálvez poco a poco volvió en sí.
- Mi capitán, he vivido guerras por nuestro rey, he cortado gaznates, han cortado los de mis hermanos, hemos llorado, sufrido, he visto cadáveres, resisto por costumbre ya ese aroma profundo que la muerte deja a su paso entre tantos combates, pero siempre con una bandera, un grito y una pasión. Que Dios me perdone si todo eso fue pecado y estoy pagando en vida, pero nunca vi a toda esa gente así…
- Así cómo, soldado. ¿Qué gente? Vamos Gálvez, serénese, estáis a salvo. Bebed un poco más de este aguardiente que lograra reposar vuestro ánimo. Continuad, os lo ruego.
Bebió de un sorbo lo que quedaba de la frasca del capitán, tal brebaje le doto de arrestos para seguir.
- Hoy, cuando amaneció deje el puesto donde había pasado la noche con mi compañero Bernardo Gutiérrez y decidí acercarme a la zona donde debían estar los japoneses. Aquella noche no habían encendido hogueras y no se escuchaba alma silbar desde ninguna parte. Teníamos órdenes de usía de no aproximarnos mas de 30 varas de ellos, pero sospechaba algo, creía que había preparado algún ataque, así que previne a Gutiérrez y me encaminé a su zona de la playa. Conforme me fui acercando comprobé que estaban dormidos, algo que dado el carácter de su capitán me extrañaba doblemente, por lo que grité por dos veces sin recibir respuesta alguna. Decidí continuar hasta que mi arcabuz cayó al suelo, no creía lo que veían mis ojos. Todos los hombres se mantenían tumbados con la mirada abierta hacia el cielo, enormes manchas oscuras rodeaban sus cuerpos. Alguien los había degollado sin resistencia, con mi espada desenvainada, me acerqué hasta poder golpear sus pies, todos estaban muertos, desangrados, degollados, pero, ¿por quién? Sólo su capitán estaba armado y unos pasos mas adelante obtuve la respuesta, pues pude comprobar a este cómo claramente se había suicidado con su espada japonesa. ¡Los degolló su capitán! ¡Os juro que lo que cuento es tan cierto como que moriré, mi capitán! ¡Padre, padre, deseo confesar!
Mientras Gálvez, lloroso confesaba sus pecados ante el Padre Ruiz, encaminamos nuestros pasos hacia la playa. Todo lo que Gálvez había relatado era cierto. Las moscas invadían ya aquella espeluznante estampa de ciega fe. Comprobé que aún se podía ser más fanático que nuestros vicarios del Santo Oficio.
- Alférez Sebastián, entierre a estos hombres lo antes que pueda. Dudo que necesiten bendición cristiana allá donde parece que decidieron ir. ¡Vámonos de aquí cuanto antes! ¡El resto de los hombres duro con el bergantín! ¡Sacad todo lo que pueda valernos del junco y quemadlo!
Enterramos aquellos cuerpos, que no por estar muertos sino por la forma de haberlo hecho, algo que nuestra cultura no estaba acostumbrada, hizo que nos costará más que nunca dar sepultura. Pasaron dos jornadas más en aquella playa ya de ingrata estancia y el bergantín ya era de nuevo, su proa parecía esperar con ansia las millas de mar avante que volvía a tener como promesa del viento. Casi sin despedida viramos el ferro, tan solo una cruz en lo alto de la colina como reseña de nuestro paso por aquellas dos islas de contraste entre victoria y dolor.
Fueron tres singladuras de constante viento y sin contratiempo alguno hasta casi alcanzar el sur de la gran isla Japonesa. Don Gustav nos indicó dónde se encontraba su base comercial y las defensas que mantenían en aquella isla que parecía llamarse Hirado. A media jornada de arribada fondeamos protegidos del canal de acceso y el posible avistamiento por parte de los que allí se encontrasen. Tocamos a silencio y zafarrancho, establecimos guardias sobre lanchón para avistar un posible navío holandés que aproximase sin previsión. Mientras, desde nuestra recogida rada, a la que bautizamos con el nombre de Bahía del San Felipe en honor a nuestro Rey, nos reunimos para preparar la entrada sin sobresaltos a la factoría comercial holandesa. No podíamos fallar en este soñado último esfuerzo antes de enfilar nuestro deseado Acapulco.
Amanecía en la rada, después de recibir las novedades de nuestros dos lanchones de observación, nuestro comandante dispuso el zafarrancho de forma general, mechas prestas en las baterías, mosquetes, arcabuces, todo dispuesto para un ataque en toda regla desde el San Francisco que zarpaba con varias millas mas a popa fuera de la vista del objetivo mientras el Bergantín se aproximaba al lugar con cien hombres armados bajo la cubierta, junto a los cañones así también listos para abrir portas y hacer fuego; sobre el alcázar de popa acompañábamos a Don Gustav, mi buen Sebastián y el que esto relata que tensos acercábamos cada vez más a sus muelles…
- ¡Capitán! ¡Es horrible! ¡Una masacre, no sé cómo ha podido ocurrir! ¡Una masacre!...
Aquel hombre, blanco como si recién hubiera brotado de la tierra, sus ojos salidos de las órbitas, las manos temblorosas, rojas de sangre desteñida por el contacto con el agua de mar, aquel hombre no era capaz de mas y se derrumbó como un náufrago recién rescatado del proceloso océano. Don Sebastián mandó zafarrancho y prevención para el combate, envió dos lanchones hacia la orilla con la orden de defender aquella cabeza de playa en que ahora se había convertido con pólvora y sangre si eso fuera menester. Aguardamos impaciente a que nuestro cirujano reanimase a aquel soldado de nombre Alonso de Gálvez, verdadero fantasma del que vi días antes arcabuz en mano sobre el aparejo. Al fin llegó el momento de saber por aquel hombre lo que estaba ocurriendo, Gálvez poco a poco volvió en sí.
- Mi capitán, he vivido guerras por nuestro rey, he cortado gaznates, han cortado los de mis hermanos, hemos llorado, sufrido, he visto cadáveres, resisto por costumbre ya ese aroma profundo que la muerte deja a su paso entre tantos combates, pero siempre con una bandera, un grito y una pasión. Que Dios me perdone si todo eso fue pecado y estoy pagando en vida, pero nunca vi a toda esa gente así…
- Así cómo, soldado. ¿Qué gente? Vamos Gálvez, serénese, estáis a salvo. Bebed un poco más de este aguardiente que lograra reposar vuestro ánimo. Continuad, os lo ruego.
Bebió de un sorbo lo que quedaba de la frasca del capitán, tal brebaje le doto de arrestos para seguir.
- Hoy, cuando amaneció deje el puesto donde había pasado la noche con mi compañero Bernardo Gutiérrez y decidí acercarme a la zona donde debían estar los japoneses. Aquella noche no habían encendido hogueras y no se escuchaba alma silbar desde ninguna parte. Teníamos órdenes de usía de no aproximarnos mas de 30 varas de ellos, pero sospechaba algo, creía que había preparado algún ataque, así que previne a Gutiérrez y me encaminé a su zona de la playa. Conforme me fui acercando comprobé que estaban dormidos, algo que dado el carácter de su capitán me extrañaba doblemente, por lo que grité por dos veces sin recibir respuesta alguna. Decidí continuar hasta que mi arcabuz cayó al suelo, no creía lo que veían mis ojos. Todos los hombres se mantenían tumbados con la mirada abierta hacia el cielo, enormes manchas oscuras rodeaban sus cuerpos. Alguien los había degollado sin resistencia, con mi espada desenvainada, me acerqué hasta poder golpear sus pies, todos estaban muertos, desangrados, degollados, pero, ¿por quién? Sólo su capitán estaba armado y unos pasos mas adelante obtuve la respuesta, pues pude comprobar a este cómo claramente se había suicidado con su espada japonesa. ¡Los degolló su capitán! ¡Os juro que lo que cuento es tan cierto como que moriré, mi capitán! ¡Padre, padre, deseo confesar!
Mientras Gálvez, lloroso confesaba sus pecados ante el Padre Ruiz, encaminamos nuestros pasos hacia la playa. Todo lo que Gálvez había relatado era cierto. Las moscas invadían ya aquella espeluznante estampa de ciega fe. Comprobé que aún se podía ser más fanático que nuestros vicarios del Santo Oficio.
- Alférez Sebastián, entierre a estos hombres lo antes que pueda. Dudo que necesiten bendición cristiana allá donde parece que decidieron ir. ¡Vámonos de aquí cuanto antes! ¡El resto de los hombres duro con el bergantín! ¡Sacad todo lo que pueda valernos del junco y quemadlo!
Enterramos aquellos cuerpos, que no por estar muertos sino por la forma de haberlo hecho, algo que nuestra cultura no estaba acostumbrada, hizo que nos costará más que nunca dar sepultura. Pasaron dos jornadas más en aquella playa ya de ingrata estancia y el bergantín ya era de nuevo, su proa parecía esperar con ansia las millas de mar avante que volvía a tener como promesa del viento. Casi sin despedida viramos el ferro, tan solo una cruz en lo alto de la colina como reseña de nuestro paso por aquellas dos islas de contraste entre victoria y dolor.
Fueron tres singladuras de constante viento y sin contratiempo alguno hasta casi alcanzar el sur de la gran isla Japonesa. Don Gustav nos indicó dónde se encontraba su base comercial y las defensas que mantenían en aquella isla que parecía llamarse Hirado. A media jornada de arribada fondeamos protegidos del canal de acceso y el posible avistamiento por parte de los que allí se encontrasen. Tocamos a silencio y zafarrancho, establecimos guardias sobre lanchón para avistar un posible navío holandés que aproximase sin previsión. Mientras, desde nuestra recogida rada, a la que bautizamos con el nombre de Bahía del San Felipe en honor a nuestro Rey, nos reunimos para preparar la entrada sin sobresaltos a la factoría comercial holandesa. No podíamos fallar en este soñado último esfuerzo antes de enfilar nuestro deseado Acapulco.
Amanecía en la rada, después de recibir las novedades de nuestros dos lanchones de observación, nuestro comandante dispuso el zafarrancho de forma general, mechas prestas en las baterías, mosquetes, arcabuces, todo dispuesto para un ataque en toda regla desde el San Francisco que zarpaba con varias millas mas a popa fuera de la vista del objetivo mientras el Bergantín se aproximaba al lugar con cien hombres armados bajo la cubierta, junto a los cañones así también listos para abrir portas y hacer fuego; sobre el alcázar de popa acompañábamos a Don Gustav, mi buen Sebastián y el que esto relata que tensos acercábamos cada vez más a sus muelles…
2 comentarios:
Ahora sí que Don Martín tendrá para contarle a sus nietos...
Un capítulo abridor de otro con más suspenso.
Un abrazo ansiando el 32.
Alicia
Quisiera poner tu blog, en mi blog roll, pero me dicen que no se detecta ningún feed para tu URL, así que no se detectará nueva entrada u hora de actualización. Por favor revisa eso. Gracias.
Saludos desde México.
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