viernes, 22 de agosto de 2008

Oro en Cipango (32)

…Aquella lenta evolución, propia de una arribada normal a un puerto amigo, sólo se vio violentada por el cañonazo de aviso desde nuestro bergantín y la correspondiente contestación desde el apostadero confirmando el engaño. Penetramos por entre los dos muelles que en curva hacían de débil tenaza a una mar que, en uno de sus arrebatos, acabaría dejando en el ridículo más patente semejante obra humana. Desde aquellos labios que dibujaban la boca del puerto fabricado en empalizadas de madera, varias mujeres ya gritaban en demanda de sus maridos, aquellos hombres que vieron partir y que ansiaban por saber de su destino. Al frente no se veían naves de ninguna clase, salvo pequeñas lanchas de pesca y ayuda al amarre de los navíos que entraran. Dos enormes tinglados hacían de núcleo portuario desde el que como polluelos sin pluma, múltiples casas y casuchas se arremolinaban a su alrededor. Debían ser esos tinglados los que debían almacenar aquellas hierbas averdosadas, que tanto parecen gustar a los herejes del norte. Té le llaman a tales frutos de la tierra, una bebida que tuve la oportunidad de probar en aquel lugar más tarde, convenciendo a mis entrañas hasta estos días finales de mi vida, que es el café y no aquel agua de color lo que realza mi cansada cabeza y mantiene despierto mi mano sobre la pluma.

Largamos el ferro a unos seis cables frente a aquellos tinglados dominantes sobre el resto de pequeñas casas donde debían vivir aquellas gentes. Arriamos el lanchón en el que embarcamos Don Gustav y yo junto a cuatro remeros por cada banda que nos acercaron al muelle. Allí nos esperaba un hombre algo grueso en sus partes bajas, de corta pierna y con un bigote de enormes proporciones terminado en sendas cocas que atusaba de forma continua. Miró al piloto, me miró a mí, sus gestos demostraban confusión y extrañeza por la situación, faltaba el galeón y sus capitanes y en cambio un hombre desconocido acompañaba a Gustav. Comenzó a preguntar de forma creo rápida y nerviosa en flamenco a Gustav sobre la situación. No esperé más, con un gesto de mi sombrero al aire fue suficiente. Un nuevo cañón de aviso retumbó en la rada, las portas de la cubierta de estribor abiertas al unísono mostrando las bocas de diez cañones mientras desde lejos otro cañón se pudo escuchar como respuesta al nuestro, según lo planeado. Aquel hombre dejó el flamenco y entró al parlamento en nuestra lengua.

- Veo que sois español, Don…
- Martín de Oca, Conde las Islas de Santa Cruz del Mar del Sur, vengo en representación de mi comandante, Don Sebastián Vizcaíno que en breve arribará a este, vuestro apostadero, a bordo de nuestro navío de cincuenta cañones “San Francisco”. Considero que vuestro piloto mayor y ahora comandante del bergantín que en estos momentos os apunta desde la rada, ya os ha puesto en danza sobre la situación. Acabamos de dar un segundo cañón de aviso al que nuestro navío de nombre San Francisco ha respondido. Si en aproximadamente el tiempo en que este reloj de arena que aquí muestro y giro se agote no han rendido la plaza y mis hombres no dan la andanada de aviso, no quedará un edificio en pie y no respondo de la carga de nuestros hombres algo furiosos por vuestro ataque sin sentido en pasadas jornadas más al norte. Si me permitís, os ruego recibáis con hospitalidad a nuestro comandante cuando arribe a vuestro apostadero. Es hombre de buenas maneras con los caballeros corteses, mas implacable con quién la contraria le plantea. Mientras tanto permitidme sugeriros que vayáis ordenando las debidas instrucciones para rendir la plaza; entretanto, mis hombres a bordo de su bergantín desembarcarán para no causar malos entendimientos entre nuestras dos naciones y preservar la paz.

Con otro gesto de mi sombrero, el lanchón que nos trajo a nos, retornó hacia el bergantín, mientras desde este arriaban el segundo y comenzaba el desembarco pacífico que había pactado Don Sebastián con el piloto mayor holandés. A su vez, este hombre explicó a aquel otro, sorprendido y del que aún desconocía su nombre, la situación y las condiciones ya con una mayor calidez receptiva, supe que así era pues sus ojos cobraban el volumen en escala propia a la de su barriga oronda. No perdía ojo a sus gestos, por si algún gesto malintencionado provocaba algún tipo de orden de resistencia, más creo que la fuerza combativa de aquel apostadero había muerto en el combate de las islas. Casi una hora mas tarde pudimos ver el león rampante con su dorado refulgente entrar majestuoso y posar su ferro frente al bergantín. La situación estaba controlada y más parecía todo aquello la recepción de alguna embajada de país amigo.

Nuestros hombres ya tenían todos los cañones de tierra, apuntando al pueblo y se había desarmado a la escasa guarnición que allí se encontraba. Recibimos a Don Sebastián y tras el orondo preboste del apostadero nos encaminamos a su palacio, que no era sino la casa principal del asentamiento, una edificación de dos plantas rodeada de una empalizada con un jardín que veíase luchando de manera agónica por parecerse a un trozo de aquel Flandes en primavera. No hay mucho que relatar entre este momento y nuestra partida, no cometimos atrocidades, ni abusamos de nuestro poder, tan sólo reclamamos lo que con Don Gustav habíamos pactado y que cuestionamos su confirmación a Don Albert Van Driessche, que con tal nombre se presentó. Para ayudar en su tribulación dispusimos de mas de 45 bocas de fuego desde tierra y mar y 200 hombres listos para convencerlo si no acababa de tomar decisión en aquel momento. No llegó la pólvora a ser humo, ni las espadas a correr sangre, se cumplió aquel pacto. Entregamos el bergantín con sus cañones en el fondo de la rada, recogimos provisiones frescas, oro y plata, a dos arrobas en oro y casi los ocho quintales de plata, rechazamos con amabilidad el té que albergaban en sus tinglados y por cortesía de nuestro rey le dejamos una bolsa de doblones de a 8 y a 4 para no permitir que no hubieran de presentarse en medio de la indigencia ante sus aliados japoneses.

Con orden y con la gloria de robar al que antes nos lo quiso hacer a nos, viramos el ancla de un panzudo San Francisco que algo torpón enfiló el rumbo hacia el sur, hacía aguas abiertas antes de enfilar las más de tres mil leguas que nos separaban de nuestro hogar. Perdimos de vista el apostadero, la mar se abría en ciernes frente a nuestras cansadas miradas deseosas de saberse en camino. Gritos de victoria, abrazos entre todos como si Acapulco estuviera a menos de una legua. Era verdad, estaba en sus mentes, estaba en nuestras mentes, reitero su realidad pues en ello creíamos y si la fe nos demuestra que nuestro señor nos ve ahí arriba, esta fe nos demostraba que Acapulco estaba a un roce de nuestras manos.

Entre tanta celebración y expresión de júbilo, aquella mujer, de nombre Ayame, nos observaba sin expresión alguna desde el alcázar de popa, mientras alternaba su mirara con aquella tierra que nunca mas vería…

8 comentarios:

Armida Leticia dijo...

Ya tengo tu espacio en mi "blog roll". Ahora si se pudo.

Saludos desde lo que fue alguna vez La Nueva España.

Silvia_D dijo...

Encantador relato, crucé el mar en tu barco...

Saludos

MATISEL dijo...

Hola Blas, gracias por tu visita a mi blog y el poema que me has dejado.
He estado leyendo...y aunque me cuesta leer mucho texto en la pantalla del ordenador, más si es en letra pequeña, ha merecido la pena. Escribes verdaderamente bien y con textos muy cuidados.

Besos

Abril dijo...

Un blog convertido en un galeón dedicado a perseguir los sueños, envuelto en una mágica bruma. Es fascinante.

JoseVi dijo...

Blas de Lezo compañero de armas XD.

Me encabtan tus historias, narras muy bien de verdad. Eres mi version caballera pero por mar. Haces que me traslade totalmente a tus aventuras y me sienta parte de ellas.

Un fuerte abrazo, no cambies

JoseVi dijo...

Me ha llegado al corazon el final, la mujer que jamas vera su tierra...

Alicia Abatilli dijo...

Más allá del silencio Don Martín sigue en su empeño, valiente, gallardo, caballero.
Vamos a ver qué sucede con la dama y su nostalgia crónica.
Me alegro por tu blog, abriste tus puertas, lo pusiste de punta en blanco para recibir las nuevas visitas.
Un abrazo.
Alicia

Anónimo dijo...

Qué decir, pensé que leyendo varios capítulos seguidos quedaría satisfecha... adictivo este Don Martín.

Gracias y besos