martes, 26 de agosto de 2008

Oro en Cipango (34)

…con el paso del tiempo mi relación con el pater fue lentamente recuperándose, aun que creo que el rencor por ser humillado le ensombrecía el alma. La vida continuaba, la navegación ayudaba por su continuo andar de la nave sin contratiempo. Gracias a las provisiones gustosamente “cedidas” por nuestros amigos de fortuna holandeses, dispusimos durante más tiempo de alimentos frescos; así, pasado el mes de travesía matamos el último carnero, cuyo sacrificio nos propició una buena fiesta aquella jornada de navegación. Aquel ultimo ser vivo comestible se cocinó con las hierbas aromáticas que Ayame fue indicando al cocinero. Deseábamos hacer un pequeño homenaje a esa mujer que, poco a poco, con su saber estar entre tanto hombre rudo, sin sentirse su paso entre ellos, fue logrando que aquel navío ganase en comodidad; supo hacer que los olores de los animales vivos se disfrazaran de fragancias a hierbas suaves, consiguió que los bronces del navío, no sólo brillasen sino que cantasen a la mirada con sus indicaciones de limpieza a través de Kazuo. Sus cortas risas, ese torpe andar a bordo junto con las gracias de Akemi y las preguntas a todo el que delante se parase un segundo delante de Kazuo, hacían que la travesía fuese menos monótona, menos ruda. Los hombres no jugaban sus doblones de futuras ganancias o procuraban hacerlo en momentos que su visión no importunara, las peleas, que por tantos motivos de incierta justificación siempre había que acudir a sofocar, casi ya no se producían. Don Sebastián estaba encantado con aquella travesía en extraña calma interior, algo que le permitió redactar una verdadera carta de relación sobre lo pasado y logrado, lo perdido y encontrado, que debía entregar al virrey de forma extensa y con la debida reflexión, algo que en situaciones de normalidad en navío armado fuera del todo imposible.

Se bendijo la comida y todos como un solo hombre nos abalanzamos a saborear el ultimo plato de carne hasta la arribada a Nueva España. Aprovechando el perfecto día de viento y mar, Don Sebastián, Don Miguel, mi ahijado, el Pater y Ayame con sus hijos, comimos sobre el alcázar de popa. El vino aguado en una tercera parte consiguió mantener a la dotación en condiciones aceptables para la navegación, aunque creo que, si algún hijo de las pantanosas tierras de Flandes, o Japonés desviado de su tierra nos encontrase, habría dado buena cuenta de nuestro preciado navío, su dotación y su valiosa carga.


Como les había relatado anteriormente, mis sensaciones al lado de Ayame ganaban en placer por su simple proximidad, sus hijos ya los sentía tan cerca de mi como si los hubiera visto nacer. Era también esto producto de la estrechez de la convivencia a bordo de un navío durante tanto tiempo, aunque hoy, al borde de mi desembarco de este otro navío que ha sido mi vida, puedo decir que en aquellas placenteras sensaciones había algo más. Al finalizar la comida, con mi vaso de plata aferrado en mi mano derecha, valiosos regalo de Don Sebastián, me apoyé sobre la balconada de popa observando el suave andar del San Francisco, la ligera estela que al mirarla me devolvía sus reflejos mezclados del blanco espumosos de la revuleta sal y el oro calmo del rey sol.


Una manita tiró de mis botas, miré hacía abajo imaginando quién era quien así asía el borde mis gastado cuero encontrándo a la pequeña Akemi. Me miraba aferrada al borde de mi bota, mientras con la otra sujetaba un pequeño trozo de madera tallado toscamente con forma de muñeco. Ayame se acercó a mi junto a su particular "lengua", que no era otro que el muchacho, Kazuo.

- Don Martín, mi madre desea saber si puede hablar con vos.

La miré, ella evitó cruzar su mirada con la mía


- Claro que puede hacerlo, Kazuo. Estoy a su disposición.

El niño habló con ella, devolviendo esta una larga parrafada que a duras penas hoy creo que consiguió traducir su hijo.
- Mi madre desea agradeceros todo lo que habéis hecho hasta ahora por ella y por nosotros dos. Desea deciroos que siempre será su sombra de portección, pues le devolvió la vida aquel día frente a nuestro padre, que iba a entregarnos a los jueces por haberle desobedecido.

- ¿Vuestro padre? ¡Dios mío!

Aquel niño me contaba aquello de forma impersonal, como si hablara de un hombre que no conociera. Yo me sentía un sucio criminal delante del juez más absoluto que pueda haber en la tierra, que no es otro que un hijo de padre asesinado ante su culpable. De pronto su madre hizo un gesto y le volvió a enviar una larga parrafada que con un golpe en el hombro obligó a traducir.

- Mi madre dice que no debéis preocuparos, ese hombre no era bueno y su destino era el que recibió de vuestra mano. Un padre que decidió que mataran a su familia por desobedecerlos no debe llamarse de tal manera.
- ¿Cuál fue vuestra falta?¿En qué desobedecisteis a vuestro padre?
- Mi madre renunció a la religión de nuestro padre y el nos condenó a morir según el dictamen del Shogun. Escapamos durante una semana, pero el hambre y su dura persecución hizo que mi madre decidiera suplicarle piedad. Él se negó y cuando vos nos encontrasteis nos llevaba a Edu a ser juzgados.
- Dile a tu madre que lamento lo que habéis sufrido y que le doy mi palabra que, bajo mi protección, podréis vivir con la libertad propia de un súbdito del rey católico. Decidle también que le agradezco su confianza por relatarme tal terrible historia sufrida.

El niño con una serena sonrisa en los labios se giró hacía su madre traduciendo cada cosa que yo había largado desde el fondo de mi garganta. Ella me miró y al fin pude percibir su sonrisa, pequeña, pero sin principio ni fin como debe de ser el sentirse agradecido.

A partir de aquellos momentos nuestra relación fue a más, aunque siempre con el escrupuloso cumplimiento exigido por Don Sebastián. Cierto es que mi cuerpo no demandaba pasión, sino serena compañía, la caricia de aquellos niños me bastaba y las cada vez mas expresiones dichas en español por Ayame, me parecían golpes de de felicidad que superaban a tantos golpes de pasión de tiempos pasados. Isabel, mi verdadero amor, Isabel de Barroto, mantenía su espacio entre los jirones gastados de mi corazón. Creía sentir sus consejos, sus bendiciones hacía aquella relación; quizá el que esto lea le cause mofa, mas no es distinto de quién escucha a los santos, o a La Virgen indicándole el camino a seguir.

Casi dos meses más de navegación nos llevaron a pocas leguas de Nueva España, los secretos que mi corazón albergaba los debía hablar con Don Sebastián. Mi situación, mortal y espiritual ya era también la situación de Ayame, Kazuo y Akemi…

5 comentarios:

AnA dijo...

un placer leerte, siempre, a pesar de este caluroso mes de agosto.

buen verano!

Anónimo dijo...

Sereno parece nuestro Don martín, perdón por la propiedad.

Silvia_D dijo...

Me has embrujado con tu narración, desde el comienzo , hasta el final.

Me has subido al barco y hecho sentir los vaivenes de la marea.

Es hermoso, evocador... delicioso, sensible... es genial.

Gracias por visitar mi casa y dejar tu huella y disculpa mi tardanza en venir, ando escasa de tiempo :).

Un beso

Silvia_D dijo...

Paseaba por aquí... besoss y buen día :)

MATISEL dijo...

Hola Blas, creo que me estoy enganchando a tu relato, pues no sólo se lee, sino que se vive.

Besos