sábado, 30 de agosto de 2008

Oro en Cipango (35)

…avistábamos tierra al fin, los errores propios de aquella navegación tan larga hizo que demorásemos la latitud algo más al norte de lo esperado, por lo que hubo que barajar la maravillosa costa de Nueva España desde la bahía de Potosí en demanda
de la esperada bahía de Acapulco; en busca de sus maternales brazos de tierra con ansia de abrigo y protección, como niños en busca de una madre largamente esperada. Faltaban unas 90 millas marinas, distancia que disfrutamos con la visión de aquella línea de costa, adornada de una arena brillante por un sol ya de propia familia. Mi cabeza hervía, quedaba algo más de un día de singladura para largar el ferro frente al Fuerte de San Diego y debía hablar con nuestro Capitán, con mi protector y amigo, Sebastián Vizcaíno.

- ¿Da su permiso, capitán?
- Adelante, adelante mi buen Martín. ¿Qué se os ofrece esta mañana tan serena y con la vista de tierra tan cercana?
- Buenos días, Don Sebastián. Bien decís de la vista que llevamos al costado de babor de nuestro navío. Mis deseos no saben qué otra cosa desear ya que sino arribar sobre Acapulco y pisar tierra cristiana, donde poder pasear y escuchar nuestra lengua entre sonrisas y corteses saludos de sus habitantes. Más mi visita es por otro menester que me trae el alma atribulada.
- No habéis de penar ni un minuto por vuestra pena declarada por el Virrey, pues en mi misiva después de la toma de aquel bergantín holandés, reflejé con orgullo vuestro bravo proceder y mi alta consideración hacia vuestra persona. Por ello estoy seguro que en no muchas jornadas después de nuestro desembarco en Acapulco, recibiréis confirmados vuestros títulos de nobleza y vuestra condición de entera libertad para recorrer y estableceros allá donde deseéis en las tierras de nuestro Rey católico.
- Mi capitán… Sebastián. No es eso lo que ahora me preocupa, son mis protegidos por vuestra decisión, la mujer y los dos niños a los que he tomado cariño. Desearía confesaros secretos que la madre me rogó no diera voz hasta desembarcar en tierra. No entendí tal deseo, pero lo respeté; como vos, estoy acostumbrado a estos caminos del pensamiento y conducta tan diferentes a los nuestros, así que decidí cumplir con ese deseo.

- Hablad, Don Martín, os escucho.

- Como sabéis, nuestro pater, en los primeros días de travesía, no cejaba en su empeño evangelizador sobre Ayame, hasta que ocurrió aquel hecho que nos enfrentó a ambos con la feliz intervención de vos. Ella agradeció mi defensa y me confesó su origen noble, pues era la mujer de aquel energúmeno que Don Miguel y yo descabalgamos para siempre de su vida. Iban a ser ajusticiados en Edu por orden de su marido y padre de los dos niños. La razón no era otra que el haberle desobedecido. Mi asombro se colmó al saber que la razón, no fue otra que la conversión de Ayame y sus dos hijos a nuestra Santa Religión. Si, capitán, no se asombre que ya lo hice yo por ambos aquel día. Quise saber cuál era entonces la razón de su secreto y me relató cómo vio la luz de nuestro Señor de manos de un misionero portugués, que tantos tenemos en aquellas islas sembrando nuevas almas cristianas y labrando de esta forma nuestra futura labor de conquista. Este misionero, desconocedor de la feliz unión de las dos coronas en la cabeza de nuestro rey siempre le previno de los sacerdotes españoles y su fiereza con quienes no eran verdaderos seguidores de la fe. Vos comprenderéis que con semejante idea sobre nuestros sacerdotes, la imagen de un encendido Padre Ruiz, que frente a ella parecía el verdadero Santiago, martillo de moros, ella se inundase de aquel temor y esperase a mayor seguridad. Ya ve que donde hay hábito santo, el miedo reina sin competencia.

- Desde luego, Don Martín. Pero, ¿cómo sabéis que esto es cierto?

- Ella me enseñó el crucifijo de plata repujada que aquél misionero le entregó al bautizarlos. Me habló de nuestra santa religión, de nuestros ritos, me atrevo a decir que sabía más que muchos de nosotros y quizá fuera su tez blanca y su serena expresión, pero si nuestro Señor habría de tocar a alguien con su dedo, creo que a ella fuera a la que tocase.

- Bueno, bueno, Don Martín, usted y sus pasiones. Tan sólo es una mujer a bordo y eso revoluciona la sangre de todo varón embarcado, nada más. En fin, es toda una noticia, así que he de hablar con nuestro pater, aclararle la situación para que confirme lo que vos me contáis. Mientras, necesito saber que rango es el de su familia y habéis de informarle que habrá de pasar un leve, insístale en lo de leve, interrogatorio conmigo y el padre Ruiz. Tenéis vos y vuestra protegida mi palabra que el pater se comportará.

- Don Sebastián, hay algo más. He cumplido, como vos me ordenasteis, en mi comportamiento, manteniendo el decoro y el respeto a ella, a vos y al resto de la dotación. Quizá por ello, quizá por que mi corazón sea blando con los que asi se presentan a mi pecho, pero mi deseo es el de unirme a ella en Santo Matrimonio cuando la venia de nuestro Virrey sea firme. Siento amor verdadero por esos niños y Ayame y creo que este es correspondido.

- Don Martín, os juro que me lleváis de sorpresa en sorpresa. Tras ese bravo corazón que no da respiro a enemigo, clavando aceros y quemando pólvora sobre sus vanguardias, siempre me acabo encontrando a un caso perdido de personaje más propio de las viejas novelas de caballerías. No dudéis de mi regalo de boda, estad seguro que no será otra cosa que mi libro ya envejecido donde se narran las andanzas de Don Amadís de Gaula. En él os veréis a cada capítulo vencido y vencedor, quizá unas veces os haga reir y en otras lloraréis, mas no se parece a otra cosa que a vuestra vida en palabras de viejo castellano. Mi querido, mi respetado Martín de Oca, tendréis mi bendición; ahora marchaos a ver a vuestra amada para indicarle lo que os he dicho.

Acudí a la cámara que tiempo atrás mía había sido, donde permanecían Ayame y sus hijos desde que el anuncio de arribada habíase ya convertido en una confirmación de inminente cumplimiento. Deseaba decirle lo que sentía, aunque por mujer estaba casi seguro que ella sabía lo que no dejaba de martillear las cuadernas de mi corazón. Con la ayuda de Kazuo fui relatando los pasos necesarios para que aquella conversión a nuestra verdadera religión ante los misioneros portugueses, fuera de facto aceptada por las autoridades de nuestro Santo Oficio. Al nombrar al Padre Ruiz su rostro sereno torno a enmudecer su reflejo de calma, era como si hubiera visto a un fantasma. Insistí en la garantía de la presencia de Don Sebastián como representante del Virrey, de su conocida extrema caballerosidad y humanidad para quien de bien se muestra, como ella demostrado tenía después de tan larga travesía. Con gran esfuerzo y, sobre todo, la ilusionante ayuda de Kazuo conseguí que aceptara pasar por tal necesario trago.

Llegó el momento, como tutor de aquellas tres almas tuve derecho a presenciar aquel extraño oficio religioso que dirigía el padre Ruiz. Presidía Don Sebastián y sufrían aquellas tres almas, que nunca hubieran imaginado protagonizar tamaña escena sobre un navío a miles de leguas de su tierra. En aquel acto percibí con claridad un perfecto control de la situación por parte de nuestro capitán. El pater, a cada latinajo vomitado sin pudor y agitado movimiento aferrado al crucifijo siempre acababan sus ojos en busca de aprobación de Don Sebastián. Llegaron las preguntas sobre la fe, a las que Ayame dejó con las bocas abiertas como portas de navío presto a combatir debido a su conocimiento de nuestra fe. Para finalizar, fue ella la que como si hubiera guardado aquella última bala, les cedió al pater una biblia en portugués que guardaba en absoluto secreto, algo que acabó de certificar la veracidad de tal acristianamiento. El padre Ruiz con la palabras atoradas en su garganta consiguió largar en un castellano antiguo a mi parecer, lo que aquí les escribo


- Vistos los hechos que confirman la sumisión de estas tres almas a Dios. Y siendo Dios, que es cumplido y cumplidor de todos los buenos hechos, por la su merced y por la su piedad quiera que los que así cristianos se declaran se apresten a sus mandatos a servicio de Dios y para salvamiento de sus almas y aprovechamiento de sus cuerpos, así como Él sabe, que yo, humilde sacerdote, lo declaro a esa intención.

Alegría era lo que inundaba sin límites mi interior. Salimos a cubierta con la pausada solemnidad del acto que restaba, que no era otro que el bautismo renovado de aquellas almas que pudiera así certificarse en documento oficial….

2 comentarios:

AnA dijo...

Gracias, Blas! Seguro que Susana sigue trabajando en ello.

respecto a lo demás... un placer leerte siempre!

lola dijo...

Como siempre me atrapó la narración y espero lo que sigue...
un fuerte abrazo.