lunes, 15 de diciembre de 2008

Entre Alarcos y Las Navas (22)

…el día alumbraba como casi siempre en aquella ciudad imperial tan cercana al Sahara desértico, donde el brillo reparador de un sol junto a un cielo sin borrones se transforma en el criminal impío que no cree en nada que posea vida propia. Tello, con el entusiasmo de sentirse objeto de unos ojos que deseaba no alejar de su propio mirar, relataba los vergeles que nunca habían dejado serlo, la Sevilla que perdidos los Omeyas en sus propios vicios trajeron a los ya también perdidos almorávides, que sin la clase de los que derrocaron y sin proponérselo presentaron a sus mortales enemigos almohades convirtiendo en un trasunto cada periodo que sustituía al anterior. Trasunto este que, por mucho que la copia siempre desmerezca al original, jamás podría anular la marca de la belleza califal de esas dos enormes ciudades que traza sigiloso el Guadalquivir, como acariciándolas, humedeciendo de manera sensual sus orillas como si fueran los secos labios de dos amantes que llevan su silueta tatuada sobre sus torsos hasta el fin de los tiempos sin poder beber de otra fuente que no sea de su propio caudal.


Se encontraba entre el azahar, entre los naranjos, las flores y las gentes ausentes mas al norte, cuando uno golpes sin cuidado y con la brusquedad propia de quien se considera dueño de vidas y haciendas rompió el hechizo de sus miradas. Las voces que provenían del exterior eran claramente de gentes del califa. Zahía se levantó rápidamente para abrirles el paso, pero su padre la cogió del brazo y con un gesto le señaló a Tello como su guardián mientras él, con pausa se encaminó a abrir la puerta de su minúsculo reino. La cercanía de aquella mujer casi tan alta como él provocó que una esencia, mezcla de ella y el perfume de almizcle que su calor humano desprendía, penetrara sin resistencia alguna de sus sentidos, entrando como el propio ejército del califa de Bagdag apoderándose de un Tello ya rendido, encadenando una pasión contenida sobre aquella mujer atribulada por aquella interrupción a la que percibía ahora frágil y sin la soltura y decisión que parecía antes cuando lo dominaba con su mirada.

Pasos apresurados, gritos de zafias palabras; con brusquedad los soldados de la guardia del califa se presentaron en el pequeño jardín que se había convertido en minúscula celda poblada de armas y malos humores.


- ¡Don Tello Pérez de Carrión, al menos vos os encontráis donde dijisteis! ¿Dónde se encuentran vuestros compañeros? ¡Hablad ahora si no queréis acabar como ellos!
- ¿Por qué preguntáis tal cosa si parece que ya sabéis cómo se encuentran?

La sangre acudió al rostro del capitán de aquella guardia. Aferrando su mano sobre el alfanje, disimulando una furia falsamente contenida espetó

- ¡Es suficiente! ¡Apresadle! ¡Este perro cristiano hablará ante el visir después de que le facilitemos razones convincentes para ello en los sótanos del palacio de donde hace tiempo que debían haber quedado. Vuestro bastardo cuerpo hará compañía en el carro a las ridículas cabezas de vuestros difuntos hermanos. Al menos los restos de sus malditos cuerpos han servido para algo y son ya pasto de almas como las suyas que vuelan sobre la muerte como alarmas de su inminente llegada!


Aquello fue como una centella sobre un algibe de aguardiente recien destilado


- ¡Los habéis matado! ¡habéis matado a quienes sólo ejercían el derecho propio de cualquier cautivo, que no es otro que la fe en la libertad y su lucha por obtenerla! ¡Maldito cobarde!

La furia le dominó, sin armas, tan solo con la sinrazón del propio dolor incontenible que es capaz de hundir al más poderoso o hacer invencible al sumiso, de un golpe seco dejó inconsciente al soldado que flanqueaba a su capitán, mas temeroso por su jefe que por quién, frente a él, se encontraba desarmado. Antes de caer inerte, el alfanje ya estaba en su poderoso brazo que parecía agradecer retornar a ser la parte que había sido para Tello tiempo atrás.

- ¡Maldito asesino!



Aquella batalla era un derrota predecible para cualquier observador menos para Tello a quién la ceguera del dolor y la rabia anulaban tal visión. Fue reducido antes de clavar el filo de su arma sobre el pecho de aquel despreciable hombre que se decía capitán. Maniatado, escupido y despreciado por aquella pequeña escolta, fue conducido hacia el carro donde las cabezas de sus hermanos Juan y Conrado reposaban en un cesto entre restos de sangre y tierra sobre las que los insectos intentaban darse un festín inhumano. Ahmrad y Zahía lo seguían con la mirada, el miedo enmudecía sus voces, Zahía aferrada al brazo de su padre conseguía mantenerse en pie.


La rabia, el dolor, Tello no sabía cómo atenuar aquellos sentimientos, no quería realmente hacerlo; hacía menos de dos horas Ahmrad y él intetaban descifrar los recodos del alma humana, la razón de la violencia, de la injusta guerra, ahora sólo deseaba librar sus manos y cobrarse venganza, justa venganza, sentía de nuevo tal cosa como justicia, honor sobre la memoria de sus hermanos que ya no eran más que carroña, pasto del escarnio de unos gobernantes que se daban de emperadores siendo meros reyezuelos apoyados en la violencia y el terror.



La sangre comenzaba a brotar de sus muñecas al forcejear por soltarse, no sentía dolor, solo odio y deseo de muerte a quién no estuviera en su sufrimiento. Salían ya del barrio judío, la amplitud de la calle principal le golpeó con su luz en aquellos ojos bañados en su propia agua y sal que hacían como lentes del impío sol regente de aquel ahora imperio del mal. Las puertas de palacio ahora le encaminaban hacia los profundos sótanos del dolor, previo a la muerte. Algo que en poco diferenciaba esta vida de la que les aguardaba a sus enemigos cientos de leguas al norte, mas ya la suerte estaba echada, no habría Rubicón alguno que cruzar, la guerra y la muerte eran su destino y su confidente hasta vengar lo que habían perpetrado los que a él llevaban al futuro cadalso.


De pronto un tumulto, gritos y desorden, desde los minaretes cantos fúnebres, el Califa, el victorioso paladín de Alarcos había muerto. Tello, como si nunca hubiera dejado su espíritu de combate, con los reflejos propios de un soldado que sabe que es la vida lo que así le mantiene, aprovechó las espaldas de su guardián para estrangularlo y de un seco giro romperle el cuello. Las ligaduras fueron pasto del filo del alfanje de nuevo en sus manos. Entre el tumulto cambió sus ropas por las del muerto, con ligereza y sin grandes honores recogió el cesto donde sus hermanos castellanos aún reposaban y se esfumó entre la muchedumbre que intentaba entrar en el patio del palacio califal.


No tenía donde ir, solo conocía un lugar donde sabía que podría recibir ayuda…





1 comentario:

Anónimo dijo...

Y cuál ha sido mi sorpresa al ver que el 23 ya estaba a disposición de tus seguidores... hoy me quedo con menos intriga. Voy a por él...