miércoles, 2 de abril de 2008

Mas vale morir una vez (14)

…ya son dos meses los que llevamos de navegación entre calmas hondas y olas suaves de mares mansos, haciendo la ruta que abrió nuestro Urdaneta según me cuenta Don Pedro durante nuestras largas charlas sobre el castillo de popa a la sombra de un velamen colgado y sin vida. Y es que las lentas calmas han sido un continuo pesar desde que salimos desde las Islas de las Velas o de Los ladrones como otros las suelen llamar. Me dice Don Pedro que aún tenemos tres meses más a proa del galeón hasta arribar a la bahía de Santa Lucía en Acapulco. A veces son verdaderos mis deseos de llegar, dice que sus gentes son cálidas como su clima, el color verde de sus orillas y el abrigo maternal de su bahía hacen que la vida permanezca por más tiempo inmóvil con quién las vive, como estas enormes calmadas que nos hacen pensar, nos permiten escribir y reflexionar.

Las charlas con Don Pedro me han llevado a conocer a la persona que hay detrás del bravo y decidido capitán. Un hombre con la mirada clara, las ideas sin dudas, su fin en la gloria del Rey y España, la mar y nuestro Señor. Es el espejo en el que desearía reflejar mi ánimo, tener las cosas claras como él, saber que las dudas sólo engendran temor por lo venidero. ¿Qué hacer? En Nueva España puedo encontrarme los malditos recuerdos en forma de oficiales del Rey, que me busquen aún por la muerte de aquel estirado gañán, encontrando también la deshonra si Don Pedro descubriese de tal guisa el “caballero” que soy. Esto último no lo podría soportar este corazón que ha saboreado el gusto de saberse respetado por sí mismo sin espada, vizcaína o arcabuz presto al disparo.
Pasaron los días, navegábamos de forma fácil si recordásemos los momentos vividos en otras latitudes. El Galeón de Manila nos llevaba un mes de ventaja así que al arribar nos puede que tuviéramos un buen recibimiento por parte de las autoridades gracias a su anuncio, eso era algo que repiqueteaba en mi cabeza como la campana del galeón en mar gruesa.
- Han acortados las tardes, Don Pedro. El invierno se acerca y Acapulco también. ¿qué hará usted al arribar?
- Nada de particular, entregar la mercancía, brindar con aguardiente a la salud de los vientos y en cuanto el barco este alistado y la gente en condiciones, zarpar para El Callao a devolver la nave a su legítimo señor, el Virrey. Eso si el de Nueva España no dicta orden en contrario. ¿No tiene ganas de ver otra vez su hogar? Estoy deseando desembarcar y llegarme a La Magdalena donde de seguro me esperan.
Debió de ser mi gesto, mi mirar al entablillado de la cubierta, Don Pedro me preguntó
- Por su mirar cabizbajo temo que hay algo que desconozco de su vida anterior. Apuesto dos doblones dobles a que no me equivoco.
- Tenéis razón. No soy lo que aparento, por unos meses casi me lo he llegado a creer yo mismo. En esta jornada de la Islas con Don Álvaro que en gloria esté, por fin mi vida tenía el sentido que deseé desde que conocí las glorias que contaban en Madrid de los héroes. Era alguien respetado, sin embargo temo que la llegada a la Lima del Perú, El Callao, sólo acabará por demostrar que no merezco lo que represento ante vos.
El gesto de aquel hombre arrugado por el salitre y la dureza de tanta vida bregada entre combates, tempestades y singladuras sin rumbo se transformó en sonrisa comprensiva.
- Don Martín, porque vos sois Don Martín de Oca para mí. Y retaré a quién ose decir nombre diferente alguno. La vida es un recorrido muy largo para nosotros en el que escogemos caminos rectos, rampas duras, olas fáciles, atajos engañosos, pero que sean los que sean, todos nos trasladan y nos dejan en la muerte final sin opción a protestar. Si es así ¿Por qué habría de juzgaros yo, un mísero mortal como vos? Alguien que ha depositado su confianza en vos en medio de una rebelión y respondió como un bravo castellano sólo sabe hacerlo. Para mí quien es capaz de arrostrar olas, vientos y hambre capaz de hundir la salud en la maldición del escorbuto, no sólo no siendo mortal lastre sino formando el verdadero hombro de apoyo, para mí ese hombre nunca podrá ser villano de corazón. Sois Don Martín y sois mi amigo y nadie, por muy virrey que fuera, tendrá voz para mandaros prender por no sé qué crimen que seguro fue de justicia cometerlo.
No supe que decir, dónde mirar, solo pude apretar el vaso de aguardiente filipino y engullirlo de un trago.

- Don Pedro, yo como Don Martín de Oca, que así es mi nombre; os juro por la Santa Cruz que guía nuestros destinos, que nada ni nadie será capaz de haceros dudar de tan maravillosas frases pronunciadas en los confines de este mundo agreste y desagradecido.
Nos abrazamos como hermanos y conocimos el fondo de aquella ánfora de espirituoso aguardiente de arroz filipino. Quedaban tres meses para arribar a Acapulco pero ya no era una cuenta atrás en mi vida…

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