domingo, 22 de junio de 2008

Oro en Cipango (4)

...entramos en los salones del virrey con calma y algo decepcionado por cambiar aquella bocanada de frescor por el basto perfume de la realidad. Con un gesto Doña Blanca se retiró de forma suave quedándonos solos los caballeros. Aquella tarde iba a conocer las realidades de mi nueva situación.

- Buen paseo que habéis dado a mi señora Don Martín, seguro que no se detendrá ya hasta sus aposentos donde descansar de tan enorme caminata. Habréis de saber que mis ocupaciones y, sobre todo, esta edad que cargan mis espaldas no me permiten, ni por supuesto me dan gozo esos paseos a la luz del cielo que tanto practican los jóvenes. Prefiero la comodidad de una buena butaca regia y una conversación de interés que a buen seguro no saldrá de boca femenina mientras el cielo siga sobre nuestras cabezas.

Una risotada brotó de aquella boca medio desdentada por los años y el descuido. Don Gonzalo le siguió en ella y yo esbocé una sonrisa cumplidora y cortés.

- Bueno, mis queridos caballeros, dejemos tales juicios vanales y pasemos a los que nos trae a esta mesa. La nueva organización de la defensa del virreinato. Nuestro Conde de Campos me ha entregado las nuevas directrices para la organización militar que ordena Su Majestad, nuestro Rey Don Felipe. La amenaza de los britanos se incrementa ahora con los herejes del norte de Flandes, estos holandeses han reforzado su flota y parece que desean tomar bases en nuestras costas a este lado del Reino. Por ello las flotas y las construcciones de las fortalezas van a ser reforzadas y Don Juan, aquí presente, nos llega como gran maestre de nuestro ejército.
- Así es, Excelencia. Yo he llegado como avanzada para supervisar las actuales fuerzas y en breve a estas se añadirán nuevos hombres voluntarios de los tercios viejos. Voluntarios a los que se les dio la opción de venir hasta estas latitudes o pasar a los tercios nuevos. Son hombres, rudos, valientes hasta el arrojo, temerosos sólo de Nuestro Señor y de que su bandera toque el indigno suelo.

Mi mente estaba en sus explicaciones, mi corazón meditaba los planes para ser capaz de volver a sentir aquella presión en mi antebrazo cuanto antes, Doña Blanca campeaba en mis pensamientos.



- Don Martín, he aquí la razón de esta reunión; deseo que vuestras mercedes tengan a bien coordinar sus esfuerzos para unir tales fuerzas. Por ello desearía que en cuanto los Condes de Campos se alojen en su definitivo lugar, vos os pongáis a ello con la voluntad de dos bravos soldados españoles, como se al ciento que lo son.

“Dios mío, es el regalo mas grande que me hayáis concedido”, sólo eso pensaba en aquellos momentos, nada cabía en mi revolucionada mente. Podría, con aquella argucia, estar en contacto con ella más tiempo del que mis sueños manejaran.

- Por supuesto, Excelencia. No dudéis de mi humilde pero firme intención de serviros a vos como hasta este día y desde hoy a su grandeza de España, Don Juan de Arana.

- No esperaba menos de vos, Don Martín. Estoy seguro que esos herejes, ya sean hijos de rabiza britana u holandesa no tendrán valor suficiente para poner sus condenados pies en las tierras de Su Majestad Católica. Sin mas terminemos esta reunión para continuarla en un breve futuro. ¡Brindemos!

Brindamos con buen aguardiente y nos despedimos con la promesa de reunirme con aquel hombre enjuto, desgarbado, pero con ese porte que se dan a sí mismos los que se saben seguros de todo mal por el cobijo al que viven arrimados. Don Juan y yo no podríamos converger en nada bueno, eso saltaba a la vista, mi vida creció desde la más baja catadura del siervo de la tierra y la de él, a leguas se podría ver que nació ya en cumbres donde rayaban cielos de poder. Mi regreso a mi casa fue de un regusto agridulce por la proximidad de ambas personas. Vive Dios que en estos días de despidos y homenajes, mi sabor no percibe ya ningún gusto, que todo es ya desengaño por la ignorancia perdida tras años de brega entre sus brazos.

Pasaron varias semanas entre las que me vi aleccionando a mis hombres, apretando en su formación a la espera de la llegada de aquellos temibles hombres. Mientras esto ocurría, las notas entre la residencia de Doña Blanca y la mía corrían como halcón peregrino en picado frente a una culebra que llevarse al pico. Aprovechábamos los domingos para encontrarnos a la salida de los oficios de la catedral. La sangre aceleraba su paso en nuestros cuerpos, el calor del verano y de su presencia cercana, me causaban dolor en el alma hasta que el corazón vencido me empujó a tomar la decisión.

- Sebastián, haz por entregar en mano esta nota a Doña Blanca. Es de vital importancia que su esposo no esté al corriente de tal acción.
- Mi señor, como padre os tengo y por eso os ruego que os alejéis de tal dama que no os conviene…
- ¡Cierra la boca, imberbe al que todo di! Sed buen soldado y cumplid con la orden. ¡Retiraos ya y no volváis sin respuesta de ella!

Sebastián, al que no podré agradecer nunca todo lo que por este sudario de huesos hizo, partió a uña de caballo y varias horas después la respuesta la tuve en mis manos:



“Mi señor Don Martin, habéis ruborizado mi sensata piel con vuestros elogios a esta humilde persona. Yo también siento lo mismo por vos y vuestra presencia cerca de mi sería un paraíso adelantado a la venidera muerte. Más no se como habremos de vernos en solitaria estancia sin despertar las sospechas de cualquier alma de buena entraña que así nos viera. Aún así mis deseos se avivan al saber que los de vos a la misma hoguera van y por tal razón os propongo nos veamos en mis aposentos de mi residencia antes de la hora prima, pues es en esos momentos cuando la casa es más segura ante cualquier imprevisto. Así pues, os espero esta noche antes de la prima con el ansia de veros y sentiros cerca. Siempre vuestra, Blanca de Valdés”…

2 comentarios:

Armida Leticia dijo...

Desde México con amor te envío un saludo. Disfruto tus relatos, la lectura es francamente placentera.

Tengo un obsequio para tí en mi blog, en mi entrada del 19 de junio lo encontrarás.

Silvia dijo...

Ay, don Martín, que las damas van a acabar perdiéndole...
Aunque eso de perderse tiene su lado bueno: se empieza un viaje nuevo.
Blas, magnífica historia. ¡¡Ganas tengo de seguir leyendo!!
Un abrazo