jueves, 26 de junio de 2008

Oro en Cipango (5)

... La noche refrescó la temperatura, más no pude atenuar aquellos infernales ardores que ahogaban mis deseos. Mi sueño no alcanzaba a darme un segundo de cordura, por lo que la espera a la llegada de la hora convenida fue un entero velar sin armas. Mi fiel Sebastián intentó en vano hacerme volver a mi vida de príncipe, reinando entre las pequeñas damas de aquella sociedad aún en miniatura. Por más que intentó transmitirme dosis de razón, de demostrarme que aquella relación iba derecha a la perdición de mi persona como caballero y futuro maestre por ser ella quien era, mis oídos no recibían, mi corazón miraba hacía otro lado, mis ojos miraban hacía la torre de la catedral esperando escuchar la señal convenida para la cita.


Y la hora llegó, dejé mi cabalgadura en manos de José, mi criado más fiel con las instrucciones de disponer de él en los bajos de una casa que había sido abandonada por una familia de nobles trasladados a la villa de Acapulco. Había que estar preparado por si la huida se tornaba en única salida. Con premura, aunque intentando aparentar serenidad me aproximé a la puerta de la servidumbre donde di los tres golpes convenidos. Su dama de compañía con la mirada en el suelo me abrió y con un silencioso gesto por su parte encaminé mis pasos tras los suyos. Mi corazón parecía querer salirse del pecho, la mano izquierda aferrada a un espadín era todo lo que utilizaría en caso de huida como defensa, la espada sólo iba como aderezo a mi persona que, aunque era caballero, también nos tenemos derecho a presumir como ellas lo hacen con sus encantos. La puerta estaba allí, entreabierta como el incierto futuro que rubricaba su paso. Sin encomienda alguna rubriqué.

Aún la noche manteníase cerrada haciendo que la vibración de un pequeño candil de dos velas, exhausto por el esfuerzo de iluminar aquella amplia estancia, hiciera la silueta de Doña Blanca portadora del enigma de su silueta cambiante. El sonido suave de su voz entreverado por el seco y suave del cierre de la puerta me despertó del poder hipnótico de aquella escena.

- Don Martín, pasad, acercaos. Cuánto deseaba estar con vos a solas. Pasad, sentaos

Su voz era un susurro solo comparable en mis sentidos de aquellos instantes al grito de los cuatreros de reses de mi Burgos natal que, a un grito suyo, todas galopaban como si un gran terremoto se hubiera desatado. Así era, todos los músculos de mi cuerpo eran como tales reses, desatadas por aquella suave voz.

- Gracias, mi señora. No os puedo veros como desearían mis ojos, pero vuestra voz y vuestra hermosa figura que mitad percibo, mitad adivino en esta penumbra hacen que lo incierto se torne verdad como rayo liberador...
No acabé de decir lo que de mi corazón brotaba cuando el tacto de unos dedos que se posaban en mis labios y el sonido de sus ropas deslizarse al suelo, testigo de nuestro pecado, fueron uno. Sus formas de mujer anularon el total de mi razón, mis deseos unidos en uno, al igual que una carga a espada, pica y arcabuz en plena inundación, como en Empel años atrás, fueron el comienzo de la pura pasión por el deseo y la lujuria de sentir su respiración sitiando mis oídos. Su boca, sus manos que percibí expertas en el bello y peligroso arte amatorio; “Marín, Martín, mi señor, vuestra soy para los eternos y verdaderos deseos...”, escuchaba sus incendiarias palabras, mi nombre nunca tantas veces pronunciado, el frescor de su boca que quería hacer mía para siempre.
Perdí la noción del mundo, ante mi sólo estaba ella sentada mí cuerpo como verdadero maestre de campo al mando de aquel combate victorioso. Así, de aquella guisa carnal en la que nunca había descubierto a dama ninguna, acariciamos la gloria de la victoria que un hombre y una mujer pueden lograr al explotar los puentes, derribando los muros asediados, inundando los fosos del fortín con los humores de la contienda vencida sin lugar a retorno.

La hora prima rayaba, el sol azteca se reflejaba en las gotas del sudor compartido; había que huir, si, huir pues aquello era una hazaña de la que nadie podría saber. José, fiel a mis órdenes dispuso a “Rebeco” en el lugar convenido. Tan sólo una mirada, una caricia y una promesa de retorno, de continuar la guerra pues aquello no era sino el primer combate de una larga contienda...

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Martín se está metiendo en una aventura peligrosa...

Armida Leticia dijo...

¡Qué manera de describir la pasión!
¡Quisiera estar en los brazos de Don Martín!...¡Perdón por el atrevimiento...!

Saludos apasionados...

Silvia dijo...

Me da que va a tener un disgusto el bueno de don Martín.
Pero hasta que llegue, que disfrute de esos combates con doña Blanca, que son guerras muy placenteras.