lunes, 7 de julio de 2008

Oro en Cipango (10)

... Luna en cuarto menguante, luna mora reluciente que parecía sonreír ante mi locura temporal. Tantas noches idénticas habrá observado los mismos deseos cruzarse entre oscuras callejas a lo largo de este vasto mundo, que era el único gesto que podría esbozar. Conocía perfectamente la disposición del palacio de los Arana, para eso mi vida trascurrió entre oscuros fondos antes de mi huida del Callao hace ya algunos años. No me fue difícil encontrar la ventana entreabierta por la que enganchar un oxidado garfio de abordaje. En menos de un soplo de aire me planté en una pequeña habitación del ala que sabía vacía. Aquella pequeña estancia era donde Don Juan dedicaba sus tiempos de descanso después de las comidas, donde digerir las copiosas viandas que se empeñaba en engullir. Esta era, a mi parecer, la única acción a la que se arrojaba con total desprecio a la muerte, que jocosa reía viendo como aquellos excesos le acercaban lenta pero inexorablemente a su vera.

Con el sigilo como intención, aunque con mas escándalo como realidad. mi estómago cargado de aguardiente, mis deseos rebosantes de lujuria y venganza, y mis reflejos de borrosas referencias me fui aproximando a aquella alcoba donde creíme tantas veces ser el propio Dey de Argel al que ningún placer le era oculto. Creí no ver a nadie en su puerta de acceso, por lo que acero en mano de un puntapié hice franco el paso. Allí estaban ambos en vergonzosa visión para un amante despechado.

- ¡Vive Dios que nadie negará lo que mis ojos ven! ¡Levantaos vos, quien quiera que seáis y presentad acero para defender a esa rabiza si en verdad tanto la amáis, pues os juro que ha de morir si no es conmigo con quién desea yacer! ¡A un lado por vuestra vida!

No soy capaz a saber deciros en estos simples legajos en los que os relato tal situación como fueron los gestos de estupor y sorpresa de ambos, si podré decir que Don Gonzalo, hombre ya mayor y falto de la fibra que da el combate a diario sólo intentó un tímido gesto amenazante sobre quien osara amenazar a su persona. Al aguardiente que compartía las venas de mi cuerpo con la sangre que estaba dispuesto a verter, no le importaban quién fuera aquel ganapán con sus vergüenzas al relente nocturno. Al mismo tiempo sentí cruzar mis ojos con la mirada serena y casi diría que demostrando deleite por saberse, no sólo objeto de duelo, sino con el triunfo ya entre sus manos. Esa mirada emponzoñó aun mas mis envenenadas percepciones.

- ¡Maldita rabiza turca, os devolveré al lugar de donde no debisteis nunca haber venido!

Mi espada, como rayo trepanador, rasgó la noche como un frágil tela de futura mortaja; aún siento la tremenda fuerza de mi mano sobre la empuñadura, creo que la propio extremidad hacia de cazoleta unida a la que ya portaba mi espada. Al grito desgarrador de ella le siguió un seco golpe sobre mi nuca que oscureció aquel final que mi locura creía justo.

Horas mas tarde desperté en un lugar también oscuro, maniatado y con la única sensación externa de un continuo traqueteo que confirmaba entre aqeullos enormes dolores de cabeza mi transporte a algún lugar.

Hoy puedo relatarles que fue un hombre de la guardia de Don Gonzalo alertado por el servicio, quien tuvo la fortuna de adelantar la culata de su pistolón a la punta de mi acero y así evitar algo que sólo acarrearía desgracias en grado sumo a quien allí estuviere. Don Gonzalo cubierto escasamente con la funda de una almohada huyó de la mano de su guardia mientras Doña Blanca quedo allí entre los gritos de espanto de sus damas de servicio como polluelos ante su madre y de un color que, en verdad hacía honra y honor a su nombre.

El bueno de Sebastián avisado por uno de los criados del palacio debió llegar a socorrerme. Bien sabía él lo que bien me convenía, pues bien hizo acudiendo con Don Sebastián Vizcaíno, para así disponer de un apoyo de importancia ante la magnitud de la acción y las terribles consecuencias que de aquello pudieran derivarse. Con acierto y buen tino Don Sebastián habló largo y tendido con el capitán de la guardia que escoltaba a Don Gonzalo, aquél capitán temía por su vida al haber permitido semejante ataque sin defensa, a esto aprovechó Don Sebastián, hombre respetado en todo el Virreinato, para ganarse la confianza de este y sacarme de allí con palabra de custodia y próxima entrega a los corchetes del virrey. Así debió ser como me sacaron de allí.


La sensación de dolor no me abandonaba, un tremendo abultamiento en la base del cráneo me hizo gritar al golpearme con el banco de madera sobre el que apoyaba mi cabeza. El tránsito era accidentado. El grito y mis posteriores maldiciones a quienes allí preso me llevaban hizo detenerse el carro, de un golpe seco la puerta se abrió, máas no pude distinguir quien entraba por la luz que inundó aquella puerca calesa mas propia de ganado. Con la maestría propia de un carcelero me amordazó y tensó aún mas las ligaduras aumentando aquel doble tormento de dolor físico y de incertidumbre por mi destino...

1 comentario:

Anónimo dijo...

Los grandes amigos acaban haciendo grandes cosas por nosotros.