viernes, 4 de julio de 2008

Oro en Cipango (9)

... Nos alejamos del grueso de la milicia, el leal Sebastián y mi atormentada conciencia vestida de digno maestre. No pude mas

- Y bien Sebastián, ¿qué os ha traído con tanta premura hasta nuestro pequeño tercio? Con un mensaje de haber cumplido mis órdenes hubiera bastado.
Sebastián se veía tenso aunque también decidido a franquear lo que de alférez nunca se hubiese atrevido siquiera a plantear.
- Mi señor Don Martín. Mas tarde podréis decidir mi futuro como Dios os de a entender y con la venia de mi padre que os concedió años ha, mas he de contaros mis acciones en vuestra ausencia y mis descubrimientos. Por eso os ruego no me interrumpáis hasta el final de mis palabras.

Mirábalo con asombro y tensión, mientras los golpes de sangre sobre mis sienes me avisaban de que algo de oscuro color entraba por el frente.
- Hablad, os escucho sin interrupción.
- Gracias, señor. Todo empezó cuando alcanzamos la capital y Don Juan de Arana decidió quedarse en el palacio del Virrey aquella noche. Al parecer se sentía cansado y su orgullo de caballero robusto y de buena planta le aconsejaba no ver a su señora hasta la mañana siguiente. Por esto me encomendó acudir a su mansión, así para rendirle sus respetos a Doña Blanca y avisarla de tal circunstancia. Acudí solo y como ayudante de vos me dirigí hacía la entrada de la maestranza con la intención de solicitar audiencia con la señora de Valdés. En esto me encontraba cuando un carruaje se detuvo frente a esa puerta, tal cosa me extrañó por no ser lugar propio de parad de tal calesa, pero mi golpe de pecho llegó al comprobar que quien de allí bajaba era Doña Blanca con lentitud y gestos propios de las variadas y muy poco edificantes acarameladas despedidas entre amantes.

- ¿Carruaje? Sebastián, cuidad bien la boca con lo que decís, que solo hay tres carruajes en la capital.
- Así es mi señor, y este era el del Virrey. ¡Os lo juro por la honra que defiendo, mi señor! Continuo con vuestra venia. Decidí postergar mi presencia en la mansión de doña Blanca para seguir el carruaje con la debida discreción hasta comprobar que era el mismo Don Gonzalo quien bajaba de él. Desde aquel día hasta ayer mismo me he permitido espiar de forma discreta las entradas y salidas en la casa de Don Juan de Arana, certificando la relación entre esas dos personas. Mi señor, tan verdadero es lo que os cuento como el terror que me infunden los guardianes del Santo Oficio. No deseo seguir causando dolor a vuestro corazón y solo he de deciros que ella de seguro esta informada de vuestras andanzas y vuestro retorno a la capital en las próximas...
- Muy bien Sebastián, os agradezco vuestra lealtad y discreción. Ahora os pido que me dejéis solo. Necesito ordenar mi mente en exceso atribulada. No es necesario repetiros que esto es algo que ha de quedar sellado en nuestro labios hasta el fin de nuestras vidas.
- Así será desde mi admiración. Con vuestro respeto me retiro hacia la milicia a poner un poco de orden ante la llegada a México.

Sebastián se retiró mientras mi furia pugnaba por decidirse entre los deseos de venganza, duelo de honor, o cualquier forma con tal que me permitiera ver la sangre de aquellos que de mi se habían mofado. “Es el Virrey, Martín. Debes contenerte o toda la cima en la que descansas retornará a ser el hondo valle del que lograste salir”; pensaba, pensaba, pero nada me hacía sentir la calma oportuna. Volví a mi lugar, al lado de Don Sebastián intentando ser el que ya no era, al menos intentando ganar tiempo.

Al día siguiente entramos en México, como siempre el recibimiento fue grandioso. Para mi aquello no era ya nada, solo quería dejar mis obligaciones y refugiarme en mi casa, cosa que logré convenciendo a Don Sebastián con argucias propias de hombre débil. Una descomposición falsa me permitió alcanzar la soledad y refugio de mi hogar.

Pensaba en la propuesta de Don Sebastián, consideraba la nueva situación, compleja frente al virrey y dura frente a mis sentimiento hacía ella y parecía la mejor solución. Medité, medite hasta secar mi cerebro falto de ímpetu hasta decidir ofrecerme como voluntario en aquella expedición a las Filipinas. “Mañana hablaré con él y pediré permiso al Virrey”. Así quedé con mi conciencia, mas mi cuerpo pedía algo con qué dilatar mis venas y nada existe mas preciado en el mundo para ese menester como una jarra de aguardiente a la sombra de una toldilla, aunque en esta ocasión la cubierta no fuera de madera.


Sería ya pasada la prima vigilia, quizá la duodécima hora entraba en ciernes, cuando el culo de aquella vasija me demostró el fin de aquel brebaje que, aunque milagroso, en exceso puede ser mortal. Mis ansias de poseer su cuerpo aunque fuera por última vez, en un sueño forjado por los vapores del aguardiente, me dio las alas que buscaba para aferrar mis aceros y encaminarme ciego a su puerta. Nada me importaba sino era su piel junto a la mía, nada me dejaba razonar sino la forma de alcanzar su alcoba, ni siquiera la presencia de Don Gonzalo de Méndez y Cancio en vergonzosas posturas frente a otro caballero. Nada permitía que viera el camino que encerraba aquella terrible decisión...

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Las mujeres y Don Martín hacen una mezcla explosiva, o es que siempre se acerca a la mujer equivocada, que también puede ser...

Saludos

Blas de Lezo dijo...

Dices bien, Lúcida. Y es que este Don martín ya era explosivo cuando huyo de su Villahoz. Siento su vida como un poderoso corazón que todo lo da al ciento sin cortaduras. Pero eso le hace frágil al que desee utilizarlo con armas de poca nobleza pues nunca las espera.

Gracias Lúcida

Pepe dijo...

Uno, que no navega más que por el Sella, y que por tanto no entiende mucho de lo que escribes, te manda un abrazo en esta tarde de la que será tu noche.

Silvia dijo...

Esperemos que la Providencia sea compasiva con el bueno de don Martín y alguien le frene en su propósito.
Saludos

Armida Leticia dijo...

Saludos cariñosos desde México, ante comentarios tan bellos e inteligentes, me quedo sin palabras. Pero tú sabes que me encantan tus historias.